lunes, 29 de junio de 2009
Guía examen a título de suficiencia.
Para la parte teórica, estudien:
DEFINICIÓN LECTURA Y LITERATURA
LENGUAJE DENOTATIVO Y CONNOTATIVO
GÉNEROS Y SUBGÉNEROS LITERARIOS
POESÍA LÍRICA
CARACTERÍSTICAS DE LA POESÍA LÍRICA (versos simétricos y asimétricos, rima, ritmo, sinalefas, encabalgamiento)
FIGURAS RETÓRICAS. Estudien muy bien lo que es Anáfora, metáfora, antítesis, Comparación
LA NOVELA
Elementos de la novela (personajes, ambiente, acción)
EL ENCANTO DEL CUENTO
Diferencias entre cuento y novela
Cuento popular
Cuento literario·
EL REALISMO MÁGICO
Definición
Características
EL ENSAYO. Definición y características.
EJERCICIO EN POEMA: RIMA, MÉTRICA, SINALEFAS, ENCABALGAMIENTO.
Ejercicio de versos simétricos y asimétricos.
Minificción narrativa: poemínimos y cuentos brevísimos.
miércoles, 10 de junio de 2009
Guía de estudio examen extraordinario
Examen extraordinario
· DEFINICIÓN LECTURA Y LITERATURA
· LENGUAJE DENOTATIVO Y CONNOTATIVO
· GÉNEROS Y SUBGÉNEROS LITERARIOS
· POESÍA LÍRICA
· CARACTERÍSTICAS DE LA POESÍA LÍRICA
o verso, rima, ritmo, sinalefas, encabalgamiento
· EJERCICIO EN POEMA: RIMA, MÉTRICA, SINALEFAS, ENCABALGAMIENTO.
· FIGURAS RETÓRICAS.
o Vendrán versos y ustedes tienen que elegir qué figura retórica hay en ellos, tiene mucho valor en su examen así que estúdienlas bien.
· LA NOVELA
o Elementos de la novela (personajes, ambiente, acción)
o Importancia de la novela
· EL ENCANTO DEL CUENTO
o Diferencias entre cuento y novela
o Cuento popular
o Cuento literario
· EL REALISMO MÁGICO
o Definición
o Características
o Representantes
· EL ENSAYO. DEFINICIÓN
domingo, 7 de junio de 2009
El fin (a la say no more)
SAludos!
el dia que apagaron la luz - charly garcia
martes, 2 de junio de 2009
Escala 4o1
Escala 4o5
domingo, 31 de mayo de 2009
Sería un necio
jueves, 28 de mayo de 2009
CONTROL DE LECTURA EXAMEN
Sin duda ella hubiera deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor; más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
–La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso –frisos, columnas y estatuas de mármol –producía una otoñal impresión de palacio encantado.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. Había concluido, no obstante, por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello.
Lloró largamente, todo su espanto callado, redoblando el llanto a la más leve caricia de Jordán. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.
Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
–No sé– le dijo a Jordán en la puerta de calle–.Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al día siguiente Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación.
La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
–¡Jordán! ¡Jordán!–clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.
–¡Soy yo, Alicia, Soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, volvió en sí. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola por media hora temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.
En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.
–Pst... – se encogió de hombros desalentado el médico de cabecera –. Es un caso inexplicable... Poco hay que hacer...
–¡Sólo eso me faltaba!– resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi.
Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
–¡Señor! –llamó a Jordán en voz baja–. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
–Parecen picaduras –murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
–Levántelo a la luz –le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó; pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
–¿Qué hay? –murmuró con la voz ronca.
–Pesa mucho –articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán corto funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, levándose las manos crispadas a los bandos. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca –su trompa, mejor dicho– a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo: pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había el monstruo vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
martes, 26 de mayo de 2009
EL ÚLTIMO TRAGO (mi ensayo semifinal)
”-Guarro- me dice una mujer, ancha y gorda, que pasa a mi lado.
”-Cerda- le contesto”.
Este pasaje que les comparto viene en “La última noche de Dostoievski” de Cristina Peri Rossi (escritora uruguaya) y de alguna forma refleja lo que es para mí la literatura, una idea que se ha confirmado luego de pensar y repensar semanalmente el tema gracias a este proyecto.
Les explico: Una de las cosas que siempre me han gustado de la literatura es el hecho de que te permite no sólo transportarte a otros lugares o convertirte en otra persona. Te permite imaginar que, aún siendo uno mismo, uno puede cambiar su vida.
SOY UN AS NO CONOCIDO
Muchos de mis días he terminado furioso y malhumorado (como el personaje del principio de este ensayo). Lo único que ha hecho medio llevadero tales momentos es que puedo imaginarme y, todavía mejor, puedo escribir esos lapsos y robar un banco o romper un vidrio o tocarle las nachas a una mujer, o incluso algo mejor.
Hay una canción de Jaime Urrutia, que se llama “Delirios de grandeza” y que dice:
Quien me tapaba los ojos era una niña que me gustaba mucho, cuando volteé y la descubrí me puse a temblar, nervioso, y me atraganté con un cacho de torta. Quedé como un idiota.
Eso es lo que pasó pero les dije que este recuerdo lo reviví miles de veces. En cada una de ellas cambié las cosas para que todo terminara con un final feliz: ella y yo enamorados para toda la vida.
EL ROCK DE LA MUJER PERDIDA
Al escribir esto me vino a la mente una canción que se llama “Rock de la mujer perdida”. Quizá alguno de ustedes se dio cuenta que en varias de mis entradas hice referencia a algunas mujeres que hoy son perdidas (no por locas, sino porque no están conmigo). Lo que también me gusta de la literatura es que, si en la vida he perdido mujeres, en los cuentos y novelas me he encontrado a muchas, muchísimas.
De éstas recuerdo con cariño a Natasha, protagonista de “Guerra y Paz” de Leon Tolstoi. También está la Maga, de la multimencionada Rayuela. O Paulina, sobre la que Adolfo Bioy Casares escribió: “Siempre quise a Paulina… Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina”.
Sí es buenísimo enamorarse de alguien que tenga tus mismos gustos pero este pasaje me puso a pensar que todavía es mejor estar con alguien con quien compartes los no-gustos: “A ella no le gusta bailar. ¡Qué bueno, porque a mí tampoco!”; “a ella le gusta dormir todo el día y estar en vela por la noche. ¡Uy, eso es buenísimo, dormir de día es la onda”. ¿Captan?
EL ÚLTIMO TRAGO
Muchas veces el último trago sabe amargo (sobre todo si lo que están tomando es una Caguama), hoy así pasa conmigo. Lo que quise lograr al hacer este proyecto a la par de ustedes fue contagiarles el gusto que tengo por la literatura, creo que no lo logré. Ni siquiera estoy seguro de que alguien haya llegado hasta esta parte del ensayo.
También está el lado bueno. Si hubiera tenido otros alumnos, más apáticos, creo que no hubiera tenido ganas de ponerme a bloguear como lo hice con ustedes (ustedes saben quiénes son ustedes) y no hubiera removido algunas de mis memorias (algo que, por cierto, es mi deporte favorito).
Ahora sí: esto se acaba aquí. En el último trago nos vamos y nos vemos.
sábado, 23 de mayo de 2009
Papeles inesperados
Me costó preguntarle a mi vez si nunca había visto un mapa de América del Sur. Dijo que sí, pero era un sí lleno de no, un sí de pudor que me instó, más avergonzado que él, a explicarle con una especie de dibujo en el aire que ahí México, y más abajo Venezuela y todoelbrasil, hasta que al final, ves, el continente termina como un zapato que nunca podrías lustrar tú solo, y eso es la Argentina. (Yo fui profesor de geografía en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, de 1940 a 1945, por si alguien no está enterado de este vistoso aspecto de mi curriculum).
Volviendo al primer zapato con el perfeccionismo propio de su arte, mi amigo meditó un buen rato antes de hacerme la pregunta final:
–¿Y cuánto le cobró el taxi de la Argentina a Veracruz?
Se comprenderá que el resto carecía de importancia. Expliqué, claro, dije lo que había que decir en materia de aviones y barcos, pero de alguna manera ya sabía que no había puente y que de nada serviría hacerle comprender ese hecho concreto puesto que su pregunta mostraba tan horriblemente lo otro, la ignorancia de todo lo que no fuera su circunstancia inmediata, el miserable círculo de betún en torno a su banquito de lustrar. Sólo me quedaba reír con él, un par de bromas, darle el doble de lo que esperaba como pago para que su última risa fuese aún más bella, y marcharme con mis zapatos relucientes y el corazón lleno de polvo.
(Los cronopios no somos proclives a las moralejas, y esta pequeña historia no la tendrá; prefiero pensar un mundo –y luchar por él– en donde ya no sean posibles encuentros como éste. América Latina paga el precio agobiante de la explotación que hace el imperialismo de sus riquezas propias; lo que no siempre se ve es el precio que paga en inteligencia natural ahogada por la miseria. Mi pequeño lustrabotas tenía esa curiosidad vigilante que alimenta la inteligencia y la vuelve visible y activa; pero ninguna escuela, ninguna pizarra, ningún maestro habían orientado esa fuerza que giraba en el vacío. Una vez más, en Nueva Delhi o en Veracruz, Shine, shine, shoe-shine boy. En inglés, claro.) (...)
jueves, 21 de mayo de 2009
CONTROL DE LECTURA
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos llenos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos en la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendedura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolvieron mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca, bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro, y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar la curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculo mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
“¿Qué está pensando?”, pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual.”
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.”
“¿Algo como qué?”
“Como queremos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme por un chiflado.”
“Prometo”.
“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?”
“No.”
“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
Se sonrojó, y la hendedura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
“Vamos”, dijo.
2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad, mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barbas, de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
domingo, 17 de mayo de 2009
viernes, 15 de mayo de 2009
Cursi y rudos (y algo sobre cálculos sexuales, según Mario Benedetti)
Fue anoche, muy noche, cuando se me ocurrió la idea para esta entrada. Lo malo es que me dormí, me desperté, me dormí, me desperté otra vez y se me olvidó qué iba a escribir. Sé que quería escribir sobre Mario Benedetti, simple y sencillamente porque es uno mis escritores favoritos. Alguien me regaló un libro de él (Primavera con una esquina rota) y también muchas otras cosas más, entre ellas la carta más bonita del mundo que, en una parte, dice así: (Te regalo Primavera…) “porque tú eres más cursi que yo y seguro te gusta Benedetti. Yo soy ruda y no me gusta (Benedetti) (la novela sí)”.
Sí me gusta Benedetti y ahora quiero compartirles un fragmento que viene en En la borra del café, otra de sus novelas. Mientras releía el capítulo que ahora ustedes leerán, me acordé de una canción de San Pascualito Rey que igual les hace más amena la lectura. Por cierto, ésta es mi última entrada. Esto se acaba aquí. O tal vez no.
Tuyo - San Pascualito Rey
Para qué hablar
(Fragmento de los Borradores del viejo)
¿Por qué seré tan callado? Cuanto más hablan los que me rodean, menos ganas tengo de decir algo. Tal vez sea éste el sentido de estos Borradores, que he retomado después de seis años. Decir algo. No sé con quién hablar de Aurora. A veces pienso que Claudio comprendería, pero el muchacho está en otra cosa. Sonia está bien. Se las ingenia para acompañarme y no quiero herirla. Es cierto que no hablo mucho con ella. MI cuerpo sí habla con el suyo y quizá es suficiente. ¿Lo será? Confieso que me mantiene vivo, me destedia el tedio. Ni siquiera le he dicho que su vientre es una delicia. Se lo diré. Me lo prometo. Tampoco ella es muy locuaz. Después de todo, ¿para qué hablar cuando hacemos el amor? Con Aurora la fiesta era distinta. En primer término, era fiesta. Ella no sólo gozaba, también se divertía. Nuestro acto era alegre. No está mal reír en pleno orgasmo. Echo de menos la fiesta. Ahí reside el secreto. Aurora no era callada, y yo tampoco lo era en tiempos de Aurora. Me provocaba con preguntas. Me hacía pensar. Sonia, en cambio, cuando habla, ya brinda las respuestas. Respuestas a preguntas que yo no he formulado. Aurora era insegura. Sonia es segurísima. Yo estoy seguro de mi inseguridad. Qué lío. Hoy estuve haciendo cálculos sexuales. La verdad es que he pasado por pocas mujeres. ¿Por fidelidad? ¿Por pereza? No sé. Sólo conté ocho. A mis casi cincuenta, no es una marca como para el Guinness. De las otras, es decir de las ilegales, cinco fueron tan sólo breves escalas. No me dejaron rastros. La que sí me dejó algo fue aquella Rosario. Tal vez no supe retenerla. De otras recuerdo sus pechos, su sexo, sus piernas. De Rosario, sus ojos. Más que sus ojos, su mirada. Miraba como queriendo decir algo y no diciéndolo. Nunca la vi llorar. A veces le decía cosas duras, poco menos que agraviantes, para ver si lloraba. Pero ella sólo me miraba, profundamente pero sin lágrimas. ¿He sido alguna vez feliz? Antes de Aurora, perdí a Rosario. La pobre Aurora se apagó sola. Y ahora está Sonia, que sabe acompañarme. La duda es si somos una pareja. Creo que sí, pero no debería dudar. Me parece.
¿Por qué me habré mudado tantas veces? Pasé por más casas que por mujeres. Estos Borradores los escribo y los guardo aquí, en el hotel. No son para nadie, ni siquiera para mí. No me son indispensables. Podría vivir sin escribirlos. En realidad, esto no es escribir. Apenas es decir algo sobre el papel.
miércoles, 13 de mayo de 2009
CUENTO PARA CONTROL DE LECTURA
En la época que fui debutante, solía ir a menudo al parque zoológico. Iba tan a menudo que conocía más a los animales que a las chicas de mi edad. Era porque quería huir del mundo, por lo que me hallaba a diario en el zoológico. El animal que mejor llegué a conocer fue una hiena joven. Ella me conocía a mí también. Era muy inteligente. Le enseñé a hablar francés y a cambio ella me enseñó su lenguaje. Así pasamos muchas horas agradables.
Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo. ¡Lo qué sufrí durante noches enteras! Siempre he aborrecido los bailes; sobre todo los que se daban en mi honor.
La mañana del uno de mayo de 1934, fui muy temprano a visitar a la hiena.
—¡Qué asco! —le dije—. Esta noche me toca asistir a mi baile.
—Tienes suerte —dijo ella—; a mí me encantaría ir. No sé bailar, pero en cambio sabría mantener una conversación.
—Habrá muchas cosas de comer —dije—. He visto llegar a casa carros repletos de comida.
—Y aún te quejas —replicó la hiena con desaliento—. Mírame a mí: yo sólo como una vez al día, y me tienen jeringada con tanta bazofia.
Se me ocurrió una idea audaz; estuve a punto de echarme a reír.
—No tienes más que ir en mi lugar.
—No nos parecemos lo bastante; si no, con gusto iría —dijo la hiena un poco triste.
—-Escucha —dije—, con las luces de la noche no se ve muy bien. Con que te disfraces un poco, nadie se fijará en ti en medio de la multitud. Además, tenemos casi la misma estatura. Eres mi única amiga; anda, hazlo por mí. Por favor.
Se puso a pensar en esta posibilidad. Comprendí que estaba deseosa de aceptar.
—De acuerdo —dijo de repente.
No había muchos guardianes cerca, dado lo temprano de la hora. Abrí rápidamente la jaula, y en un instante estuvimos en la calle. Llamé un taxi. En casa, todo el mundo estaba aún en la cama. Una vez en mi cuarto, saqué el vestido que debía ponerme por la noche. Era un poco largo, y la hiena andaba con dificultad con mis zapatos de tacón alto. Encontré unos guantes con que ocultarle las manos, demasiado peludas para parecerse a las mías. Cuando el sol iluminó mi habitación, la hiena dio varias vueltas alrededor, andando más o menos derecha. Estábamos tan ocupadas que mi madre, que entró a darme los buenos días, estuvo a punto de abrir la puerta antes de que la hiena se escondiera debajo de la cama.
—Esta habitación huele mal —dijo mi madre, abriendo la ventana—; antes de esta noche date un baño con mis nuevas sales.
—Por supuesto —le dije.
No se entretuvo mucho. Creo que el olor era demasiado fuerte para ella.
—No te retrases para el desayuno —dijo al irse.
Lo más difícil fue encontrar un disfraz para la cara de la hiena. Estuvimos buscando horas y horas: rechazaba todas mis sugerencias. Por fin dijo:
—Creo que he encontrado la solución. ¿Tenéis criada?
—Sí —dije, perpleja.
—Pues verás: vas a llamar a la criada; cuanto entre, nos lanzamos sobre ella y le arrancamos la cara; llevaré su cara esta noche en lugar de la mía.
—No lo veo muy práctico —dije yo—. Probablemente se morirá en cuanto pierda la cara: alguien encontrará su cadáver, y nos meterán en la cárcel.
—Tengo la suficiente hambre como para comérmela —replicó la hiena.
—¿Y los huesos?
—También —dijo—. ¿Te parece bien?
—Sólo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara. Si no, le va a doler demasiado.
—Bueno, eso me da igual.
Llamé a Marie, la criada, no sin cierto nerviosismo. Desde luego, no lo habría hecho si no odiara tanto los bailes. Cuando entró Marie, me volví de cara a la pared para no verlo. Debo reconocer que no tardó nada. Un breve grito, y se acabó. Mientras la hiena comía, estuve mirando por la ventana. Unos minutos después, dijo.
—Ya no puedo más; aún me quedan los pies, pero si tienes una bolsa, me los comeré más tarde, a lo largo del día.
—En el armario encontrarás una bolsa bordada con flores de lis. Saca los pañuelos que tiene y quédatela.
Hizo lo que le había indicado. A continuación, dijo:
—Date la vuelta ahora y mira qué guapa estoy.
Delante del espejo, la hiena se admiraba con el rostro de Marie. Se lo había comido todo cuidadosamente hasta el borde de la cara, de forma que quedaba justo lo que le hacía falta.
—Es verdad —dije—; lo has hecho muy bien.
Hacia el atardecer, cuando la hiena estuvo completamente vestida, declaró:
—Me siento en plena forma. Me da la impresión de que voy a tener un gran éxito esta noche.
Después de oír un rato la música de abajo, le dije:
—Ve ahora, y recuerda que no debes ponerte junto a mi madre: seguramente se daría cuenta de que no soy yo. Aparte de ella, no conozco a nadie. Buena suerte —le di un beso para despedirla, aunque exhalaba un olor muy fuerte.
Se había hecho de noche. Cansada por las emociones del día, cogí un libro y me senté junto a la ventana, entregándome a la paz y el descanso. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Al cabo de una hora, quizá, surgió el primer signo de inquietud. Un murciélago entró por la ventana profiriendo grititos. Los murciélagos me dan un miedo espantoso. Me escondí detrás de una silla, castañeteándome los dientes. Apenas me había arrodillado, cuando un gran ruido procedente de la puerta sofocó el batir de alas. Entró mi madre, pálida de furia.
—Acabábamos de sentarnos a la mesa —dijo—, cuando el ser ese que ha ocupado tu sitio se ha levantado gritando: “Con que mi olor es un poco fuerte, ¿eh? Pues no como pasteles.” A continuación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Después ha dado un gran salto y ha desaparecido por la ventana.
viernes, 8 de mayo de 2009
CUENTO PARA ACTIVIDAD (Ray Loriga)
Los chicos del viernes hablan de mujeres en voz alta, pero no tienes que creer todo lo que dicen. Todas las chicas tienen el corazón roto. Las carreteras están atascadas durante el fin de semana.
MI QUERIDA, HERMOSA, MI VIDA, MI ESPOSA
in a kingdom by the sea,
that a maiden there lived whom you may know
by the name of ANNABEL LEE;
and this maiden she lived with no other thought
than to love and be loved by me.
I was a child and she was a child,
in this kingdom by the sea;
but we loved with a love that was more than love-
I and my Annabel Lee;
with a love that the winged seraphs of heaven
coveted her and me.
And this was the reason that, long ago,
in this kingdom by the sea,
a wind blew out of a cloud, chilling
my beautiful Annabel Lee;
so that her highborn kinsman came
and bore her away from me,
to shut her up in a sepulcher
in this kingdom by the sea.
The angels, not half so happy in heaven,
went envying her and me-
yes!- that was the reason (as all men know,
in this kingdom by the sea)
that the wind came out of the cloud by night,
chilling and killing my Annabel Lee.
But our love it was stronger by far than the love
of those who were older than we-
of many far wiser than we-
and neither the angels in heaven above,
nor the demons down under the sea,
can ever dissever my soul from the soul
of the beautiful Annabel Lee.
For the moon never beams without bringing me dreams
of the beautiful Annabel Lee;
and the stars never rise but I feel the bright eyes
of the beautiful Annabel Lee;
and so, all the night-tide, I lie down by the side
of my darling- my darling- my life and my bride,
in the sepulchre there by the sea,in her tomb by the sounding sea.
viernes, 1 de mayo de 2009
"Mejor morir que dejar de besar"
Ampliamente les recomiendo que lean Navegaciones, contiene un poema de Octavio Paz que no tiene desperdicio y del cual les dejo un fragmento:
Madrid, 1937,
en la Plaza del Ángel las mujeres
cosían y cantaban con sus hijos,
después sonó la alarma y hubo gritos,
casas arrodilladas en el polvo,
torres hendidas, frentes esculpidas
y el huracán de los motores, fijo:
los dos se desnudaron y se amaron
por defender nuestra porción eterna,
nuestra ración de tiempo y paraíso…
Enemigos Íntimos - Joaquín Sabina & Fito Páez
viernes, 24 de abril de 2009
¡¡El mundo se va a acabar!!!!! (o Mono blanco tenía razón)
ENSAYO SOBRE LA CEGUERA
(Fragmento)
El Gobierno lamenta haberse visto obligado a ejercer enérgicamente lo que considera que es su deber y su derecho, proteger a la población por todos los medios de que dispone en esta crisis por la que estamos pasando, cuando parece comprobarse algo semejante a un brote epidémico de ceguera, provisionalmente llamado mal blanco, y desearía contar con el civismo y la colaboración de todos los ciudadanos para limitar la propagación del contagio, en el supuesto de que se trate de un contagio y no de una serie de coincidencias por ahora inexplicables.
La decisión de reunir en un mismo lugar a los afectados por el mal, y en un lugar próximo, pero separado, a aquellos con los que mantuvieron algún tipo de contacto, no ha sido tomada sin ponderar seriamente las consecuencias. El Gobierno conoce plenamente sus responsabilidades, y espera que aquellos a quienes se dirige este mensaje asuman también, como ciudadanos conscientes que sin duda son, las responsabilidades que les corresponden, pensando que el aislamiento en que ahora se encuentran representará, por encima de cualquier otra consideración personal, un acto de solidaridad para con el resto de la comunidad nacional.
Dicho esto, pedimos la atención de todos hacia las instrucciones siguientes, primero, las luces se mantendrán siempre encendidas y será inútil cualquier tentativa de manipular los interruptores, que por otra parte no funcionan, segundo, abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente, tercero, en cada sala hay un teléfono que sólo podrá ser utilizado para solicitar del exterior la reposición de los productos de higiene y limpieza, cuarto, los internos lavarán manualmente sus ropas, quinto, se recomienda la elección de responsables de sala, se trata de una recomendación, no de una orden, los internos se organizarán como crean conveniente, a condición de que cumplan las reglas anteriores y las que seguidamente vamos a enunciar, sexto, tres veces al día se depositarán cajas con comida en la puerta de entrada, a la derecha y a la izquierda, destinadas, respectivamente, a los pacientes y a los posibles contagiados, séptimo, todos los restos deberán ser quemados, considerándose restos, a todo efecto, aparte de la comida sobrante, las cajas, los platos, los cubiertos, que están fabricados con material combustible, octavo, la quema deberá ser efectuada en los patios interiores del edificio o en el cercado, noveno, los internos son responsables de las consecuencias negativas de la quema, décimo, en caso de incendio, sea éste fortuito o intencionado, los bomberos no intervendrán, undécimo, tampoco deberán contar los internos con ningún tipo de intervención exterior, en el supuesto de que sufran cualquier otra dolencia, y tampoco en el caso de que haya entre ellos agresiones o desórdenes, duodécimo, en caso de muerte, cualquiera que sea la causa, los internos enterrarán sin formalidades el cadáver en el cercado, decimotercero, la comunicación entre el ala de los pacientes y el ala de los posibles contagiados se hará por el cuerpo central del edificio, el mismo por el que han entrado, decimocuarto, los contagiados que se queden ciegos se incorporarán inmediatamente al ala segunda, en la que están los invidentes, decimoquinto, esta comunicación será repetida todos los días, a esta misma hora, para conocimiento de los nuevos ingresados.
El Gobierno y la Nación esperan que todos cumplan con su deber. Buenas noches.
jueves, 23 de abril de 2009
Sobre mi madre y sobre García Márquez
(Foto de Gabriel García Márquez con el ojo morado luego de un derechazo propinado por Mario Vargas Llosa. Si quieren leer la historia completa, den click AQUÍ)
No sé si Cien años de soledad sea el libro más famoso de Gabriel García Márquez. Sí puedo confesarles que no lo he leído y no sé si algún día lo haré, creo que debería. De este escritor colombiano he leído algunas novelas que me han gustado pero hasta ahí, por eso se me hace raro que, hasta hace algunos años, mi madre estaba muy creída que GGM era mi escritor favorito e incluso me regaló un libro de él. No sé porqué lo pensaba ni tampoco quise sacarla del error.
A continuación les dejo un video, de la serie IMAGINANTES de Televisa (que es de las cosas buenísimas que ha hecho esta empresa, muchas veces satanizada). Trata sobre un cuento de García Márquez.
El audio de este video no es muy bueno, si quieren verlo con mejor calidad den click AQUÍ
lunes, 20 de abril de 2009
Día internacional del libro
(Imagen tomada de AQUÍ)
¡Qué tal, gente!Control de lectura 3: ¿Fue un sueño?
¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.
Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.
Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!" ¡y yo comprendí!¡Y yo comprendí!
Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío!¡Dios mío!
¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.
Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación - nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte -, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.
Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal - en aquel liso, enorme, vacío cristal - que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!
Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:
«Amó, fue amada, y murió.»
¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.
¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!
Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.
Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!
No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.
Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»
El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado mortal.»
Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.
Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído: Amó, fue amada, y murió.
«Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, cogió una pulmonía y murió.»
Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.
viernes, 17 de abril de 2009
Borges y yo (y otro yo que soy yo)
Por si no lo saben, Jorge Luis Borges es (o fue, porque ya murió) uno de los más grandísimos escritores latinoamericanos. Uno de los temas que apasionó al escritor argentino fue el del DOBLE –acá abajito les pongo un cuento que se llama Borges y yo, que habla sobre eso–.
Quizá no viene al caso la pregunta pero ¿alguna vez han pensado en lo interesante que sería tener un doble, que fuera físicamente idéntico a nosotros y que se atreviera a hacer las cosas que nosotros no?
Pero, invocando el poder del flashback, volvamos a 1998 y a mis años de estudiante. No sé si a ustedes les pase pero -por unas u otras- a la hora de formar equipos de trabajo yo nunca tuve mucha suerte. Quiero decir que en mis equipos nunca estuvo el clásico personaje que dice: “No se preocupen, yo hago todo. Sólo denme su nombre completo y los anoto”; esto con tal de asegurar su diez y pensando que si los demás metíamos la mano en el proyecto seguramente le dábamos en la torre. Más equipos eran más bien balanceados, digamos con un nivel de “hueva” promedio y que nos reuníamos el día antes de la entrega del proyecto para hacerlo. Es cierto eso de que bajo presión se trabaja mejor.
Un día, en clase de Literatura, la maestra nos encargó un proyecto que debía ser realizado en parejas y ella iba a formar los equipos. La suerte existe y a mí me tocó ese día. No hice equipo con la más lista y trabajadora del salón sino que me tocó con la más linda. Del uno al diez yo a ella le pondría un veinte de belleza y ni tengo que decir que, antes de eso, ella ni sabía que yo existía.
Pero mi buena estrella no terminó ahí, porque la maestra nos dio como tema desarrollar algo sobre Borges. Para entonces yo ya había leído el artículo que les comenté antes y su libro Ficciones, que la verdad ni le había tomado mucho gusto. Esto último no importaba porque le pude decir a mi lindísima pobre e ignorante compañera: -“No te preocupes, vamos a sacar adelante este proyecto… ¿Sabías que, al final de su vida, Borges contaba con una biblioteca reducida y ni siquiera conservaba ejemplares de sus propios libros?”- (Algo que por supuesto estaba en el mentado artículo).
Entonces ella me respondió: -“Ooooh, qué interesante, se nota que sabes mucho de Borges”-. Y yo, sencillito y carismático, agregué: -“Creo que sólo hay buena o mala literatura. Eso de literatura comprometida me suena a equitación protestante” (cosa que ni venía al caso pero también está en el artículo y suena como muy de inteligentes).
En fin, en el proyecto nos fue muy bien, quizá porque apantallé a mi maestra al concluir que “cualquier acercamiento crítico a la obra fantástica de Borges termina por pecar de cierta gratuidad” (esa conclusión me la volé del artículo pero ustedes no hagan lo mismo con las tareas que yo les pida). Aparte de algunos elogios, a mi compañera no pude sacarle nada más, ni una salidita al cine pero me gusta pensar que cuando oye, ve o lee algo sobre Borges se acuerda de que algún día conoció a un erudito sobre el argentino… tal vez hasta se acuerde que yo u otro yo era ese erudito.
martes, 14 de abril de 2009
Aclaración sobre su proyecto
Para su proyecto se sugiere que cada estudiante realice un cuadernillo donde pueda colocar (pegar, engrapar, fijar, coser etc.) de la manera que más le guste, los textos, las fotografías, las firmas, las entrevistas, las fichas cinematográficas y musicales de los temas que han escogido para abordarlos desde la literatura.
Todo se vale: comprar una libreta y forrarla, mandar a engargolar hojas de distintos colores, conseguir papel hecho a mano, juntar hojas de distintos materiales, con el fin de integrar los contenidos que les ofrecemos o los que cada quien consiga por otras vías.
Sugerimos dejar intercaladas hojas en blanco para utilizarlas para anotaciones que surjan durante el proceso de lectura compartida. Las anotaciones pueden hacerse en los márgenes, al centro, verticales u horizontales para que podamos "aterrizar" y concretar todas las opciones del proyecto y, al final, contar con una bitácora del mismo.
Caligramas y poemínimos
lunes, 13 de abril de 2009
CONROL DE LECTURA # 2 - La jaula de tía Enedina
Desde que tenía ocho años me mandaban a llevarle la comida a mi tía Enedina, la loca. Mi madre dice que enloqueció de soledad. Tía Enedina vivía encerrada en el cuarto de trebejos que está en el patio de atrás. Conforme se acostumbraron a que yo le llevara los alimentos, nadie volvió a visitarla, ni siquiera me preguntaban cómo seguía. Yo también le daba de comer a las gallinas y a los marranos. Por éstos sí me preguntaban, y con sumo interés. Era importante para ellos saber cómo iba la engorda, en cambio, a nadie le importaba que tía Enedina se consumiera poco a poco. Así eran las cosas, así fueron siempre, así me hice hombre, en la diaria tarea de llevarle comida a los animales y a la tía.
Ahora tengo diecinueve años y nada ha cambiado. A la tía nadie la quiere. A mí tampoco porque soy negro. Mi madre nunca me ha dado un beso y mi padre dice que no soy su hijo. Goyita, la vieja cocinera, es la única que habla conmigo. Ella me dice que mi piel es negra porque nací aquel día del eclipse, cuando todo se puso oscuro y los perros aullaron. Por ella he aprendido a comprender la razón por la que nadie me quiere. Piensan que al igual que el eclipse, yo le quito la luz a la gente. Es Goyita también la que cuenta muchas cosas, entre ellas, cómo enloqueció mi tía Enedina.
Dice que estaba a punto de casarse y en la víspera de su boda un hombre sucio y harapiento tocó a la puerta preguntando por ella. Ese hombre le auguró que su novio no se presentaría a la iglesia, le dijo que para siempre sería una mujer soltera y que él compadecido de su futuro le regalaba una enorme jaula dorada para que se consolara en su vejez cuidando canarios. El hombre se fue sin darle más detalles.
Tal como lo dijo aquel hombre, el novio no se presentó a la iglesia, y mi tía Enedina enloqueció de soledad. Me cuenta Goyita que así fueron las cosas y deben de haber sido así. Tía Enedina vive con su jaula y con su sueño: tener un canario. Cuando voy a verla es lo único que me pide, y en todos estos años, yo no he podido llevarle su canario. En casa a mí no me dan dinero. El pajarero de la plaza no ha querido regalarme ninguno, y el día que le robé el suyo a Doña Ruperta por poco me cuesta la vida. Yo lo tenía escondido en una caja de zapatos, me descubrieron, y a golpes me obligaron a devolvérselo.
La verdad, a mí me da mucha lástima la tía y como nunca he podido traerle su canario, hoy decidí darle caricias. Entré al cuarto... Ella, acostumbrada a la oscuridad, se movía de un lado a otro. Se dio cuenta de que eso para mí era fascinante. Apenas podía distinguirla, ya subiéndose a los muebles o encaramándose en un montón de periódicos. Parecía una rata gris metiéndose entre la chatarra. Se subía sobre la jaula dorada y se mecía. El balanceo era algo más que triste. Parecía una de esas arañas grandes y zancudas de pancita pequeña y patas largas.
A tientas, entre tumbos y tropezones, comencé a perseguirla. ¡Qué difícil me fue atraparla! Estaba sucia y apestosa. Su rostro tenía una gran semejanza con la imagen de la Santa Leprosa de la capilla de San Lázaro; huesuda, cadavérica. No fue fácil hacerle el amor. Me enredaba en los hilachos de su vestido de organza, pero me las arreglé bien para estar con ella. Todo esto a cambio de un canario que por más que me empeñaba, no podía regalarle.
Después de aquello, cada vez que llegaba con sus alimentos, sacaba la mano de uñas largas y buscaba mi contacto. Llegué a entrar repetidas veces, pero eso comenzó a fastidiarme. Tía Enedina me lastimaba, me incrustaba sus uñas, me mordía y sus huesos afilados y puntiagudos se encajaban en mi carne, me dañaba. Así que decidí mejor darle un canario, costara lo que costara.
Han pasado ya tres meses que no entro al cuarto. Le hablo de mi promesa y ella ríe como un ratón y pega de saltos. Me pide alpiste. Posiblemente quiere asegurar el alimento del canario. Todos los días le llevo un poco de alpiste, de ese que compra Goyita para su jilguero.
Lo del canario parece imposible. No puedo conseguirlo; ya ha pasado más de un año. Yo no quiero volver a tocarla y le he propuesto para su jaula el jilguero de Goyita. Ella se ríe como ratón, babea y pega de saltos y mueve negativamente la cabeza. Lo bueno es que se ha conformado con los puñitos de alpiste que diariamente le llevo.
Porque me sentí demasiado solo resolví entrar al cuarto de la tía Enedina. Desde aquellos días en que yo le hacía el amor han pasado ya dos años. A tía Enedina la he notado más calmada, puedo decir que hasta un poco mansa. Pensé que ya no arañaría. Por eso entré, a causa de mi soledad y el haberla notado apacible.
Ya dentro del cuarto, quise hacerle el amor pero ella se encaramó en la jaula. Yo la necesitaba y esperé largo rato hasta que me acostumbré a la penumbra y fue cuando pude ver dentro de la jaula a dos niñitos, escuálidos, esqueléticos, albinos. Tía Enedina les daba alpiste y los contemplaba tiernamente ahí encaramada sobre la jaula.
Mis hijos flacos y dementes, comían alpiste y trinaban....
lunes, 6 de abril de 2009
LECTURAS PARA VACACIONAR
Saludos!
Como he dicho antes, yo estaba bien enterado de los sobrenaturales estudios de Harley Warren, y hasta cierto punto participé en ellos. De su inmensa colección de libros extraños sobre temas prohibidos, he leído todos aquellos que están escritos en las lenguas que yo domino; pero son pocos en comparación con los que están en lenguas que desconozco. Me parece que la mayoría están en árabe; y el infernal libro que provocó el desenlace —volumen que él se llevó consigo fuera de este mundo—, estaba escrito en caracteres que jamás he visto en ninguna otra parte. Warren no me dijo jamás de qué se trataba exactamente. En cuanto a la naturaleza de nuestros estudios, ¿debo decir nuevamente que ya no recuerdo nada con certeza? Y me parece misericordioso que así sea, porque se trataba de estudios terribles, a los que yo me dedicaba más por morbosa fascinación que por una inclinación real. Warren me dominó siempre, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí la noche anterior a que sucediera aquello, al contemplar la expresión de su rostro mientras me explicaba con todo detalle por que, según su teoría, ciertos cadáveres no se corrompen jamás, sino que se conservan carnosos y frescos en sus tumbas durante mil años. Pero ahora ya no le tengo miedo a Warren, pues sospecho que ha conocido horrores que superan mi entendimiento. Ahora temo por él.
Confieso una vez más que no tengo una idea clara de cuál era nuestro propósito aquella noche. Desde luego, se trataba de algo relacionado con el libro que Warren llevaba consigo —con ese libro antiguo, de caracteres indescifrables, que se había traído de la India un mes antes—; pero juro que no sé qué es lo que esperábamos encontrar. El testigo de ustedes dice que nos vio a las once y media en la carretera de Gainsville, de camino al pantano del Gran Ciprés. Probablemente es cierto, pero yo no lo recuerdo con precisión. Solamente se ha quedado grabada en mi alma una escena, y puede que ocurriese mucho después de la medianoche, pues recuerdo una opaca luna creciente ya muy alta en el cielo vaporoso.
Ocurrió en un cementerio antiguo; tan antiguo que me estremecí ante los innumerables vestigios de edades olvidadas. Se hallaba en una hondonada húmeda y profunda, cubierta de espesa maleza, musgo y yerbas extrañas de tallo rastrero, en donde se sentía un vago hedor que mi ociosa imaginación asoció absurdamente con rocas corrompidas. Por todas partes se veían signos de abandono y decrepitud. Me sentía perturbado por la impresión de que Warren y yo éramos los primeros seres vivos que interrumpíamos un letal silencio de siglos. Por encima de la orilla del valle, una luna creciente asomó entre fétidos vapores que parecían emanar de ignoradas catacumbas; y bajo sus rayos trémulos y tenues pude distinguir un repulsivo panorama de antiguas lápidas, urnas, cenotafios y fachadas de mausoleos, todo convertido en escombros musgosos y ennegrecido por la humedad, y parcialmente oculto en la densa exuberancia de una vegetación malsana.
La primera impresión vívida que tuve de mi propia presencia en esta terrible necrópolis fue el momento en que me detuve con Warren ante un sepulcro semidestruido y dejamos caer unos bultos que al parecer habíamos llevado. Entonces me di cuenta que tenía conmigo una linterna eléctrica y dos palas, mientras que mi compañero llevaba otra linterna y un teléfono portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que parecíamos conocer el lugar y nuestra misión allí; y, sin demora, tomamos nuestras palas y comenzamos a quitar el pasto, las yerbas, matojos y tierra de aquella morgue plana y arcaica. Después de descubrir enteramente su superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para examinar la sepulcral escena. Warren pareció hacer ciertos cálculos mentales. Luego regresó al sepulcro, y empleando su pala como palanca, trató de levantar la losa inmediata a unas ruinas de piedra que probablemente fueron un monumento. No lo consiguió, y me hizo una seña para que le ayudara. Finalmente, nuestra fuerza combinada aflojó la piedra y la levantamos hacia un lado.
La losa levantada reveló una negra abertura, de la cual brotó un tufo de gases miasmáticos tan nauseabundo que retrocedimos horrorizados. Sin embargo, poco después nos acercamos de nuevo al pozo, y encontramos que las exhalaciones eran menos insoportables. Nuestras linternas revelaron el arranque de una escalera de piedra, sobre la cual goteaba una sustancia inmunda nacida de las entrañas de la tierra, y cuyos húmedos muros estaban incrustados de salitre. Y ahora me vienen por primera vez a la memoria las palabras que Warren me dirigió con su melodiosa voz de tenor; una voz singularmente tranquila para el pavoroso escenario que nos rodeaba:
—Siento tener que pedirte que aguardes en el exterior —dijo—, pero sería un crimen permitir que baje a este lugar una persona de tan frágiles nervios como tú. No puedes imaginarte, ni siquiera por lo que has leído y por lo que te he contado, las cosas que voy a tener que ver y hacer. Es un trabajo diabólico, Carter, y dudo que nadie que no tenga una voluntad de acero pueda pasar por él y regresar después a la superficie vivo y en su sano juicio. No quiero ofenderte, y bien sabe el cielo que me gustaría tenerte conmigo; pero, en cierto sentido, la responsabilidad es mía, y no podría llevar a un manojo de nervios como tú a una muerte probable, o a la locura. ¡Ya te digo que no te puedes imaginar cómo son realmente estas cosas! Pero te doy mi palabra de mantenerte informado, por teléfono, de cada uno de mis movimientos. ¡Tengo aquí cable suficiente para llegar al centro de la tierra y volver!
Aún resuenan en mi memoria aquellas serenas palabras, y todavía puedo recordar mis objeciones. Parecía yo desesperadamente ansioso de acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mantuvo inflexible. Incluso amenazó con abandonar la expedición si yo seguía insistiendo, amenaza que resultó eficaz, pues sólo él poseía la clave del asunto. Recuerdo aún todo esto, aunque ya no sé qué buscábamos. Después de haber conseguido mi reacia aceptación de sus propósitos, Warren levantó el carrete de cable y ajustó los aparatos. A una señal suya, tomé uno de éstos y me senté sobre la lápida añosa y descolorida que había junto a la abertura recién descubierta. Luego me estrechó la mano, se cargó el rollo de cable, y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario.
Durante un minuto seguí viendo el brillo de su linterna, y, oyendo el crujido del cable a medida que lo iba soltando; pero la luz desapareció abruptamente, como si mi compañero hubiera doblado un recodo de la escalera, y el crujido dejó de oírse también casi al mismo tiempo. Me quedé solo; pero estaba en comunicación con las desconocidas profundidades por medio de aquellos hilos mágicos cuya superficie aislante aparecía verdosa bajo la pálida luna creciente.
Consulté constantemente mi reloj a la luz de la linterna eléctrica, y escuché con febril ansiedad por el receptor del teléfono, pero no logré oír nada por más de un cuarto de hora. Luego sonó un chasquido en el aparato, y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de lo aprehensivo que era, no estaba preparado para escuchar las palabras que me llegaron de aquella misteriosa bóveda, pronunciadas con la voz más desgarrada y temblorosa que le oyera a Harley Warren. Él, que con tanta serenidad me había abandonado poco antes, me hablaba ahora desde abajo con un murmullo trémulo, más siniestro que el más estridente alarido:
—¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que veo yo!
No pude contestar. Enmudecido, sólo me quedaba esperar. Luego volví a oír sus frenéticas palabras:
—¡Carter, es terrible..., monstruoso..., increíble!
Esta vez no me falló la voz, y derramé por el transmisor un aluvión de excitadas preguntas. Aterrado, seguí repitiendo:
—¡Warren! ¿Qué es? ¿Qué es?
De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca por el miedo, teñida ahora de desesperación:
—¡No te lo puedo decir, Carter! Es algo que no se puede imaginar... No me atrevo a decírteIo... Ningún hombre podría conocerlo y seguir vivo... ¡Dios mío! ¡Jamás imaginé algo así!
Otra vez se hizo el silencio, interrumpido por mi torrente de temblorosas preguntas. Después se oyó la voz de Warren, en un tono de salvaje terror:
—¡Carter, por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate de aquí, si puedes!... ¡Rápido! Déjalo todo y vete... ¡Es tu única oportunidad! ¡Hazlo y no me preguntes más!
Lo oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. Estaba rodeado de tumbas, de oscuridad y de sombras; y abajo se ocultaba una amenaza superior a los límites de la imaginación humana. Pero mi amigo se hallaba en mayor peligro que yo, y en medio de mi terror, sentí un vago rencor de que pudiera considerarme capaz de abandonarlo en tales circunstancias. Más chasquidos, y, después de una pausa, se oyó un grito lastimero de Warren:
—¡Esfúmate! ¡Por el amor de Dios, pon la losa y esfúmate, Carter!
Aquella jerga infantil que acababa de emplear mi horrorizado compañero me devolvió mis facultades. Tomé una determinación y le grité:
—¡Warren, ánimo! ¡Voy para abajo!
Pero, a este ofrecimiento, el tono de mi interlocutor cambió a un grito de total desesperación:
—¡No! ¡No puedes entenderlo! Es demasiado tarde... y la culpa es mía. Pon la losa y corre... ¡Ni tú ni nadie pueden hacer nada ya!
El tono de su voz cambió de nuevo; había adquirido un matiz más suave, como de una desesperanzada resignación. Sin embargo, permanecía en él una tensa ansiedad por mí.
—¡Rápido..., antes de que sea demasiado tarde!
Traté de no hacerle caso; intenté vencer la parálisis que me retenía y cumplir con mi palabra de correr en su ayuda, pero lo que murmuró a continuación me encontró aún inerte, encadenado por mi absoluto horror.
—¡Carter..., apúrate! Es inútil..., debes irte..., mejor uno solo que los dos... la losa...
Una pausa, otro chasquido, y luego la débil voz de Warren:
—Ya casi ha terminado todo... No me hagas esto más difícil todavía... Cubre esa escalera maldita y salva tu vida... Estás perdiendo tiempo... Adiós, Carter..., nunca te volveré a ver.
Aquí, el susurro de Warren se dilató en un grito; un grito que se fue convirtiendo gradualmente en un alarido preñado del horror de todos los tiempos...
—¡Malditas sean estas criaturas infernales..., son legiones! ¡Dios mío! ¡Esfúmate! ¡¡Vete!! ¡¡¡Vete!!!
Después, el silencio. No sé durante cuanto tiempo permanecí allí, estupefacto, murmurando, susurrando, gritando en el teléfono. Una y otra vez, por todos esos eones, susurré y murmuré, llamé, grité, chillé:
—¡Warren! ¡Warren! Contéstame, ¿estás ahí?
Y entonces llegó hasta mí el mayor de todos los horrores, lo increíble, lo impensable y casi inmencionable. He dicho que me habían parecido eones el tiempo transcurrido desde que oyera por última vez la desgarrada advertencia de Warren, y que sólo mis propios gritos rompían ahora el terrible silencio. Pero al cabo de un rato, sonó otro chasquido en el receptor, y agucé mis oídos para escuchar. Llamé de nuevo:
—¡Warren!, ¿estás ahí?
Y en respuesta, oí lo que ha provocado estas tinieblas en mi mente. No intentaré, caballeros, dar razón de aquella cosa —aquella voz—, ni me aventuraré a describirla con detalle, pues las primeras palabras me dejaron sin conocimiento y provocaron una laguna en mi memoria que duró hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Diré que la voz era profunda, hueca, gelatinosa, lejana, ultraterrena, inhumana, espectral? ¿Qué debo decir? Esto fue el final de mi experiencia, y aquí termina mi relato. Oí la voz, y no supe más... La oí allí, sentado, petrificado en aquel desconocido cementerio de la hondonada, entre los escombros de las lápidas y tumbas desmoronadas, la vegetación putrefacta y los vapores corrompidos. Escuché claramente la voz que brotó de las recónditas profundidades de aquel abominable sepulcro abierto, mientras a mi alrededor miraba las sombras amorfas necrófagas, bajo una maldita luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
Me acuerdo de la primera vez. Pusieron un aparato en Regalos Nieto y en la esquina de avenida Juárez y San Juan de Letrán había tumultos para ver las figuritas. Pasaban nada más documentales: perros de caza, esquiadores, playas de Hawai, osos polares, aviones supersónicos.
Pero ¿a quién me estoy dirigiendo? Se supone que nadie va a leer este diario. En Navidad me regalaron la libreta y no había querido poner nada en sus páginas. Llevar un diario me parece asunto de mujeres. Me he burlado de mi hermana porque en el suyo apunta muchas cursilerías: “Querido diario, hoy fue un día tristísimo, esperé en vano la llamada de Gabriel”; cosas así. De esto a los sobres perfumados sólo hay un paso. Qué risa les haría a mis compañeros de la escuela enterarse de que yo también ando con estas mariconadas.
El profesor Castañeda nos recomendó escribir diarios. Según él enseñan a pensar. Al redactarlos ordenamos las cosas. Con el tiempo se vuelve interesante ver cómo era uno, qué hacía, qué opinaba, cuánto ha cambiado. Por cierto, Castañeda me puso diez en mi composición sobre el árbol y publicó en la revista de la secundaria los versos que escribí para el día de la madre. En dictados y composiciones nadie me gana; comento errores pero tengo mejor ortografía y puntuación que los demás. También soy bueno para las historias, inglés y civismo. En cambio, resulto una bestia en física, química, matemáticas y dibujo. No hay otro en mi salón que haya leído casi completo El tesoro de la juventud, así como todo Emilio Salgari y muchas novelas de Alejandro Dumas y Julio Verne. Me encantan los libros pero el profesor de gimnasia nos dijo que leer mucho debilita la voluntad. Nadie entiende a los maestros, uno dice algo y el otro lo contrario.
Escribir tiene su encanto; me asombra ver cómo las letras al unirse forman palabras y salen cosas que no pensábamos decir. Además lo que no se escribe se olvida: reto a cualquiera a decirme día a día qué hizo el año anterior. Ahora sí me propongo contar lo que me pase.
Voy a esconder este cuaderno. Si alguien lo leyera me daría mucha vergüenza.
Dejé varios meses en blanco. De hoy en adelante trataré de hacer unas líneas todos los días o cuando menos una vez por semana. El silencio se debió a que nos cambiamos a Veracruz. Mi padre fue nombrado jefe de la zona militar. No me acostumbro a este clima, duermo mal y se me ha hecho muy pesada la escuela. Todavía no tengo amigos entre mis compañeros de aquí. Los de México no me han escrito. Me dolió mucho despedirme de Marta. Ojalá cumpla su promesa y convenza a su familia para que la traiga en las vacaciones. La casa que alquilamos no es muy grande. Sin embargo está frente al mar y tiene jardín. Leo y estudio en él cuando no hace mucho sol. Veracruz me encanta. Lo único malo, aparte del calor, es que sólo hay tres cines y todavía no llega la televisión.
Nado mucho mejor y ya aprendí a manejar. Me enseñó Durán, el nuevo ordenanza de mi padre. Otra cosa: cada semana va a haber lucha libre en el cine Díaz Mirón. Si mejoran mis calificaciones me darán permiso de ir.
Hoy conocí a Ana Luisa, una amiga de mis hermanas, hija de la señora que les cose la ropa. Vive más o menos cerca de nosotros, aunque en una zona más pobre, y trabaja en El Paraíso de las Telas. Estuve timidísimo. Luego traté de aparecer desenvuelto y dije no sé cuántas estupideces.
Al terminar las clases me quedé en el centro con la esperanza de ver a Ana Luisa cuando saliera de la tienda. Me subí al mismo tranvía Villa del Mar por Bravo que toma para regresar a su casa. Hice mal porque Ana Luisa estaba con sus amigas. No me atrevía a acercarme pero la saludé y ella me contestó muy amable. ¿Qué pasará? Misterio.
Exámenes trimestrales. Me volaron en química y en trigonometría. Por suerte mi mamá aceptó firmar la boleta y no decirle nada a mi papá.
Ayer, en Independencia (o Principal, como la llaman los de aquí), Pablo me presentó a un muchacho de lentes, mayor que nosotros. Cuando nos alejamos Pablo me dijo — Ése anduvo con la que te gusta—. No dio mayores detalles ni me atreví a hacer preguntas.
Manejé desde Villa del Mar hasta Mocambo. Durán dice que lo hago bastante bien. Me parece buena persona aunque ya tiene como veintiocho años. Un mordelón nos detuvo porque me vio muy chico para andar al volante. Durán lo dejó hablar y mientras el tipo me pedía la licencia o el permiso de aprendizaje. Luego le dijo quién era mi padre y todo se arregló sin necesidad de dinero.
Ni sombra de Ana Luisa en muchos días. Parece que se tuvo que ir a Jalapa con su familia. Doy vueltas por su casa y siempre está cerrada y a oscuras.
Fui al cine con Durán. A la entrada nos esperaba su novia. Me cayó bien. Es simpática. Está bonita pero un poco gorda y tiene un diente de oro. Se llama Candelaria, trabaja en la farmacia de los portales. La fuimos a dejar a su casa. De vuelta le confesé a Durán que estaba fascinado con Ana Luisa. Respondió: — Me lo hubieras dicho antes. Te voy a ayudar. Podemos salir juntos los cuatro.
No he escrito porque no pasa nada importante. Ana Luisa no vuelve todavía. ¿Cómo puedo haberme enamorado de ella si no la conozco?
Candelaria y Durán me invitaron a tomar helados en el Yucatán. Candelaria me preguntó mucho acerca de Ana Luisa. Durán le contó la historia, aumentándola. ¿Y ahora?
Al regresar de la escuela me pasó algo muy impresionante: vi por primera vez un muerto. Claro, conocía las fotos que salen en La Tarde, pero no es lo mismo, qué va. Había mucha gente y aún no llegaba la ambulancia. Alguien lo cubrió con una sábana. Unos niños la levantaron y me horrorizó ver el agujero en el pecho, la boca y los ojos abiertos. Lo peor era la sangre que corría por la acera y me daba asco y terror.
Lo mataron con uno de esos abridores para cocos que en realidad son cuchillos dobles y tienen en medio un canalito. El muerto era un estibador o un pescador, no me enteré bien. Deja ocho huérfanos y lo mató por celos el zapatero, amante de la señora que vende tamales en el callejón. El asesino huyó. Ojalá lo agarren. Dicen que estaba muy borracho.
Me extraña que alguien pueda asesinar por una mujer tan vieja y tan fea como la tamalera. Yo creía que sólo la gente joven se enamoraba… Por más que hago no dejo de pensar en el cadáver, la herida espantosa, la sangre hasta en las paredes. No sé cómo le habrá hecho mi padre en la revolución, aunque dice que al poco tiempo de andar en eso uno se acostumbra a ver muertos.
Volvió Ana Luisa. Vino a la casa. La saludé pero no supe cómo ni de qué hablarle. Después salió con mis hermanas. ¿En qué forma podré acercarme a ellas?
El domingo Ana Luisa, la Nena y Maricarmen van a ir al cine y después a la retreta en el zócalo. Maricarmen me preguntó si me gustaba Ana Luisa. Como buen cobarde, respondí — No, cómo crees: hay muchachas mil veces más bonitas.
Llegué al zócalo a las seis y media. Me encontré a Pablo y a otros de la escuela y me puse a dar vueltas con ellos. Al rato apareció Ana Luisa con Maricarmen y la Nena. Las invité a tomar helados en el Yucatán. Hablamos de películas y de Veracruz. Ana Luisa quiere irse a México. Durán vino a buscarnos en el coche grande y fuimos a dejar a Ana Luisa. En cuanto ella se bajó, mis hermanas empezaron a burlarse de mí. Hay veces en que las odio de verdad. Lo peor fue lo que dijo Maricarmen: — Ni te hagas ilusiones, chiquito: Ana Luisa tiene novio, sólo que no está aquí.
Después de mucho dudarlo, por la tarde esperé a Ana Luisa en la parada del tranvía. Cuando se bajó con sus amigas la saludé y le puse en la mano un papelito:
Ana Luisa: Estoy enamorado de ti. Me urge hablar contigo a solas. Mañana te saludaré como ahora. Déjame tu respuesta en la misma forma. Dime cuándo y dónde podemos vernos, o si prefieres que ya no te moleste.
Luego me pareció una metida de pata la última frase pero ya ni remedio. No me imagino qué va a contestarme. Más bien creo que me mandará al demonio.
Todo el día estuve muy inquieto. Contra lo que esperaba, Ana Luisa respondió:
Jorge no lo creo, como bas a estar enamorado de mi, asepto que hablemos, nos vemos el domingo amediodía en las siyas de Villa del Mar.
Durán: — ¿Ya ves? Te dije que era pan comido. Ahora sigue mis consejos y no vayas a pen… el domingo.
Maricarmen: —Oye ¿qué te pasa? ¿Por qué andas tan contento?
Lo malo es que no estudié nada.
Quince minutos antes de la cita, alquilé una silla de lona en la terraza frente a la playa y me puse a leer Compendio de filosofía, un libro de la Nena, para que Ana Luis me viera con él. No entendí una sola palabra. Estaba inquieto y no podía concentrarme. Dieron las doce y nada. Las doce y media y tampoco. Pensé que no iba a venir. Ya me había hecho el ánimo de irme cuando apareció Ana Luisa.
— Perdona la tardanza: no podía escaparme.
— ¿De quién?
— De mi mamá. No me deja salir.
— ¿Recibiste mi carta?
— ¿Cuál carta?
— Mi recado, quiero decir.
— Claro, te contesté: por eso estamos aquí ¿no?
— Tienes razón. Qué bruto soy… ¿Y qué piensas?
— ¿De qué?
— De lo que te decía.
— Ah, pues no sé. Dame tiempo.
— Ya tuviste mucho tiempo: decídete.
— ¿Cómo quieres que me decida si no te conozco?
— Ana Luisa, yo tampoco te conozco y ya ves…
— ¿Ya ves qué?
— … Estoy enamorado de ti.
Me sonrojé. Estaba seguro de que Ana Luisa iba a reírse. Pero en vez de contestarme me tomó de la mano como si no estuviéramos rodeados de gente, en plena terraza entre el salón de baile y la playa.
No quiso que la invitara a tomar nada. Nos fuimos caminando por el malecón hasta el fraccionamiento Reforma. Me sentía feliz aunque con miedo de que alguien de la casa nos descubriera. Porque se supone que aún no estoy en edad de andar con mujeres; intentarlo es un delito que arruina los estudios y el desarrollo normal y debe castigarse con la pena máxima. No sé, el placer de caminar con su mano en mi mano, cerca de Ana Luisa que es tan hermosa con su cara tan bella y su cuerpo perfecto, valía todos los riesgos. Al fin Ana Luisa habló:
— Bueno, debo confesarte que tú también me gustas.
Quedé en silencio. Me detuve a mirarla.
— Pero hay un problema.
— ¿Cuál?
— Eres como dos o tres años menor que yo. Voy a cumplir dieciséis.
— Qué importa.
— ¿De verdad?
— Claro que no importa.
Se acercó a mí. La abracé. Nos besamos. Quisiera escribir todo lo que pasó después. Pero acaban de llegar mis hermanas. Sería fatal que leyeran esta libreta. Voy a guardarla en lo más hondo del ropero. Sólo apunto que me sentí feliz y todo salió mil ves mejor de lo que esperaba.
Noche a noche me he reunido con Ana Luisa en el malecón y nos hemos besado en la oscuridad. No he escrito por miedo de que alguien pueda leerlo. Pero si dejo de escribir no quedará nada de todo esto. Ni siquiera tengo una foto de Ana Luisa. Se niega a dármela, ya que si la encuentran mis hermanas…
Ayer tuve que interrumpirme porque mi padre entró en el cuarto y me preguntó: — ¿Qué estás escribiendo?
Le dije que era la tarea de historia de México y me creyó. Lo he visto muy nervioso: hay problemas en el sur del estado. Los campesinos no quieren desocupar las tierras en que se construirá la nueva presa del sistema hidroeléctrico. Los pueblos quedarán cubiertos por las aguas y sus habitantes van a perderlo todo. Si las cosas no se arreglan él tendrá que ir a hacerse cargo del desalojo. Hoy le habló de eso a mi mamá. Dijo que como el ejército salió del pueblo no debe disparar contra el pueblo. No sé mucho de mi padre, casi no hablamos, pero una vez me contó que era muy pobre y se metió a la revolución hace como mil años, cuando tenía más o menos mi edad.
Un día horrible. Ana Luisa se fue otra vez a Jalapa. Prometió escribirme a casa de la novia de Durán. Ando cada vez peor en la escuela. Pensar que en la primaria era uno de los mejores alumnos.
Durán me llevó a practicar en carretera. Manejé desde Mocambo hasta Boca del Río. Candelaria vino con nosotros. Aseguró que cuando regrese Ana Luisa logrará que la dejen salir con ella, y nos iremos a pasear los cuatro.
Candelaria me habló por teléfono. Recibió carta de Ana Luisa y me la enviará con Durán. Me gustaría haber ido a recogerla. Era domingo, no hubo ningún pretexto para salir y tuve que pasar todo el día muerto de desesperación en la casa.
Querido Jórge perdonáme que no te alla escrito pero es que no e tenido tiempo pues ha habido muchos problemas y no me dejan un minuto sola. Fijate que ora que llegamos mi tia le conto todo a mi papá de que salia yo sola contigo y nos abrasabamos y besavanos en el malecón y en fin quien sabe cuanta cosa le dijo.
Luego que mi tia se fue mi papá me llamo y me dijo que ella le abia dicho y yo le dige que no era cierto, que saliamos pero con tus hermanas. Bueno, no te creas que lo crelló.
Jórge los dias se me asen siglos sin verte, a cada rato pienso en ti, en las noches me acuésto pensando en ti, quisiera tenerte siempre junto a mi, pero ni modo que le vamos a ser.
Jórge apurate en tus clases haber si es posible que vengas a Jalapa porque lo que es yo a Veracruz quien sabe asta cuando valla.
Bueno querido Jórge, saludos a la Nena y a Marycarmen, a tu mamá y a tu papá tan bien y muy especialmente a Duran y a su nobia.
No vallas a mandarme cartas a esta dirección, si quieres escribirme aslo a lista de correos Jalapa Veracruz a nombre de LUISA BERROCAL, me entregan la carta porque tengo una credecial con ese nombre.
Buéno, a Dios Jorge, recibe muchos besos de la que te quiere y no puede olbidar.
Ana Luisa
Una vez copiada la carta al pie de la letra (Ana Luisa habla bien: ¿por qué escribirá en esta forma? Debe ser porque no lee), haré aquí mismo un borrador de contestación:
Amor mío (No) Querida Ana Luisa (Tampoco: suena indiferente) Queridísima e inolvidable Ana Luisa (Jamás: salió cursi). Muy querida (Mejor) Mi muy querida Ana Luisa (Así está bien, creo yo):
No te puedes imaginar la enorme alegría que me dio tu carta, la carta más esperada del mundo. (Suena mal, pero en fin) Tampoco te imaginas cómo te extraño y cuánta necesidad tengo de verte. Ahora sé que de verdad te amo y estoy enamorado de ti. Sin embargo, debo decirte con toda sinceridad que hay tres cosas extrañas en tu carta:
Primera. Creí que la señora con la que vives era tu mamá, y resulta ser tu tía (Por cierto, nunca me dijiste que tu papá estaba en Jalapa. Siempre temí que fuera a descubrirnos cuando yo te dejaba en la esquina de tu casa.)
Segunda. ¿Por qué no puedes regresar? ¿Por qué tienes que ir siempre a Jalapa? Todo esto me preocupa mucho. Te ruego aclararme las dudas.
Tercera. Envío esta carta a lista de correos y dirigida en la forma que me indicas; pero no entiendo cómo es que tienes una credencial con un nombre que no es el tuyo. ¿Verdad que me lo vas a explicar?
De por acá no te cuento nada porque todo es horrible sin ti. Regresa pronto. Te necesito. Te adoro. Te mando muchos besos con mi más sincero amor.
Jorge.
Bueno, el principio y el fin se parecen bastante a las cartas que le manda Gabriel a Maricarmen. (Las he leído sin que ella lo sepa.) Pero creo que en conjunto está más o menos aceptable. Voy a pasarla en limpio y a dársela a Durán para que mañana la ponga en el correo.
De aquí a un año ¿en dónde estaré? ¿Qué habrá pasado? ¿Y dentro de diez?
Llegué a casa con la boca partida y chorreando sangre de la nariz. A pesar de todo gané el pleito. Al salir de la escuela me di de golpes con Óscar, el hermano de Adelina, esa gorda que habla mal hasta de su madre y es muy amiga de la Nena. Óscar dijo que me habían visto en el malecón en plan de noviecito con Ana Luisa y estaba haciendo el ridículo porque ella se acuesta con todo el mundo. No lo creo ni voy a permitir que nadie lo diga. Lo mal es que con el chisme de este imbécil y la carta de la propia Ana Luisa ya son demasiados misterios y dudas. Tuve que mentir: dije que peleé porque criticaron a mi padre debido al asunto de la presa y de los pueblos que van a ser inundados.
Anegaron las tierras, concentraron a sus habitantes en no sé dónde y no tuvo que intervenir directamente mi padre. Sigo esperando respuesta de Ana Luisa. Fui al cine con Candelaria y Durán. Programa doble: Sinfonía de París y Cantando bajo la lluvia.
En la escuela nadie se me acerca. Después de lo que pasó con Óscar tienen miedo de hablarme o me están aplicando la ley del hielo. Hasta Pablo, que ya era casi mi mejor amigo, trata de que no nos vean juntos.
No pude más: le conté a Candelaria y Durán todos los misterios de Ana Luisa. Candelaria me dijo que no había querido mencionar el tema para no desilusionarme, si ahora estaba dispuesta a hacerlo era por amistad y para que supiese a qué atenerme. Jura no tener nada en contra de Ana Luisa pero no le gusta ver cómo engañan a la gente.
El motivo de los viajes a Jalapa es que su padre y su “tía”, es decir, la madrastra, la señora que vive con él —pues la verdadera madre huyó con otro hombre cuando Ana Luisa estaba recién nacida—, tratan de casarla porque tuvo relaciones con un muchacho de allá. Por el tono en que Candelaria pronuncia la palabra se entiende qué clase de relaciones. No pueden hacer nada por la ley ni por la fuerza: él es sobrino de un exgobernador, si se ponen en contra suya tienen perdida la pelea, no les queda sino la súplica. Fingí indiferencia ante Candelaria y Durán. Por dentro estoy que me lleva el demonio.
Muy querida Ana Luisa: ¿Recibiste mi carta? ¿Por qué no me contestas? Me urge verte y hablar contigo. Han pasado cosas muy extrañas. Te suplico que regreses lo más pronto posible o cuando menos que me escribas y me digas si hay un teléfono al que pueda llamarte. Envíame aunque sea una tarjeta postal. Te ruego hacerlo ahora mismo. No lo dejes para después. Te manda muchos besos, te extraña cada vez más y te quiere siempre
Jorge
Nunca debí haberle contado nada a Durán. Me trata de otra manera y se toma una serie de confianzas que no tenía antes. En fin…
Tal parece que la cuestión de Ana Luisa me obliga a pelearme con medio mundo. Mis compañeros ya no me dicen nada aunque me siguen viendo como un bicho raro. En la casa mis hermanas se burlan y sospecho que ya saben toda la historia. (Su amiga Adelina se divierte contando vida y milagros de Veracruz entero. Como a Adelina nadie le echa un lazo, su especialidad es llevar un registro de quién se acuesta con quién.)
Pero ¿qué estará pasando en Jalapa? ¿Por qué no me contesta Ana Luisa? ¿Será verdad lo que me dijo Candelaria? ¿Lo habrá inventado sólo por envidia? (Ana Luisa es más joven y más guapa que ella.)
En vez de estudiar trigonometría estaba leyendo Las minas del rey Salomón cuando sonó el teléfono. Era Ana Luisa que hoy volvió de Jalapa. Muy rápido me dijo:
— Gracias por escribirme. Me he acordado mucho de ti. Nos vemos mañana al salir del trabajo. Y ahora, para disimular, comunícame con la Nena.
Pasaré una tarde y una noche horribles. No resisto el deseo de verla.
¿Por dónde empezar? Por el principio: Durán no quiso prestarme el coche porque si mi padre llegara a enterarse lo mandaría al paredón. Propuso que saliéramos los cuatro. Él y Candelaria irían a
buscarme al colegio y Ana Luisa nos esperaría cerca de El Paraíso de las Telas. Candelaria le avisaría del plan. Así fue.
Ana Luisa estaba en la esquina de la tienda. No pareció molesta porque vinieran conmigo los otros dos. Saludó a Candelaria como si la conociese de mucho antes, subió al asiento de atrás, se puso a mi lado y, sin importarle que la vieran, me dio un beso.
— ¿A dónde vamos? —preguntó—. Me dan permiso hasta las ocho.
— Por allí, a dar la vuelta —contestó Durán—. ¿Qué les parece Antón Lizardo?
— Muy lejos —respondió Ana Luisa.
— Sí, pero en otra parte pueden verlos —añadió Candelaria.
— Ay, tú, ni que fuéramos a hacer qué cosa —dijo Ana Luisa.
— Niña, por Dios, no tengas malos pensamientos —se apresuró a comentar Durán con voz de cine mexicano—. Es que si nos cachan en la movida chueca y le cuentan a mi general, el viejo me fusila por andar de encaminador de almas aquí con su muchachito.
Ellas se rieron, yo no. Me molestó el tono de Durán. Pero qué iba a contestarle si me hacía un favor y me hallaba en sus manos.
Durán salió a Independencia y se fue recto por Díaz Mirón hasta entrar en la carretera a Boca del Río y Alvarado. Cuando pasamos frente al cuartel de La Boticaria, Durán advirtió, mientras observaba por el espejo:
— Agáchate, niño, no te vayan a descubrir porque entonces sí pau-pau.
Tuve que fingir una sonrisa pues enojarme hubiera sido ridículo. De todos modos sentí rabia de que Durán me tratara como a un bebé para lucirse ante las muchachas.
Iba a medio metro de Ana Luisa, la miraba sin atreverme a abrir la boca. Después de haberle escrito cartas no sabía qué decirle ni cómo hablarle ante extraños. Durán, en cambio, manejaba a toda velocidad, llevaba casi incrustada en él a Candelaria y de vez en cuando se volvía hacia nosotros.
Ana Luisa me pareció muy divertida con el juego. Me sonreía pero tampoco hablaba. Hasta que al fin me dijo como para que la oyeran los demás:
—Ven, acércate: no muerdo.
No me gustaron sus palabras. Sin embargo aproveché la frase para deslizarme en el asiento, pasarle el brazo, tomarle la mano y besarla en la boca. Traté de hacerlo en silencio pero de todos modos hubo un chasquido. Durán gritó:
—Eso, niños, muy bien: así se hace.
Me pareció tan imbécil que sentí ganas de contestarle: “Tú, no me temas, ca…”. Me aguanté: si peleaba con él lo echaría todo a perder y lo importante es que Ana Luisa y yo íbamos a estar, al menos relativamente solos.
Serían como las seis y media de la tarde cuando dejamos atrás la Escuela Naval y entramos en la playa. Nos fuimos hasta mucho más lejos de donde los pescadores tienden sus redes y sus barcas. Bajamos del coche. Ellas dos se adelantaron a ver algo en la arena y se dijeron cosas que no escuché. Durán susurró entre dientes:
— Si no aprovechas ahora es que de plano eres muy pen…. Ésta ya anda más rota que la pu… madre.
Durán nunca me había hablado así. No me pude aguantar y le contesté:
— Mejor te callas ¿no? A ti qué chin… te importa, carajo.
No respondió. Él y Candelaria se abrazaron y volvieron al Buick. Ana Luisa y yo, tomados de la mano, nos alejamos caminando para la orilla del mar. La brisa era tan fuerte que le alzaba la falda y pegaba la blusa de Ana Luisa contra sus senos. Nos sentamos en un tronco arrojado por la marea al pie de los médanos.
— Ana Luisa, quiero hacerte varias preguntas.
— No tengo ganas de hablar. Además ¿no que ya te andaba por quedarte a solas conmigo? Bueno, aquí me tienes, aprovecha, no perdamos el tiempo.
— Sí pero quisiera saber…
— Ay, hombre, seguramente ya te llegaron con chismes. No hagas caso. ¿O qué: no me quieres, no me tienes confianza?
— Te adoro —y la abracé y la besé en la boca. Tocó mi lengua con la suya, la estreché y empecé a acariciarla.
— Te amo, te amo, te amo. Me gustas mucho —me decía con un apasionamiento desconocido. Y sin saber cómo ya era de noche, ya estábamos rodando por la arena sin dejar de besarnos, le metía la mano por debajo de la blusa, le acariciaba las piernas y estuve a punto de quitarle la falda. (Si alguien ve este cuaderno se me arma el escándalo, pero debo escribir lo que pasó hoy.) De repente nos dio en los ojos una luz cegadora.
Pensé: es una broma de Durán. No: el Buick estaba muy lejos y seguía con los faros apagados. Era un autobús escolar que se acercaba por la playa. No tengo la menor idea de qué iban a hacer a esa hora las alumnas de la escuela de monjas. Tal vez a buscar erizos, conchas o algas para un experimento, quién sabe.
Ana Luisa y yo nos levantamos y, otra vez tomados de la mano, seguimos caminando por la orilla como si nada. El autobús se estacionó casi frente a nosotros. Bajaron muchas niñas de uniforme gris y dos monjas. Nos miraron con tal furia que tuvimos que refugiarnos en el coche, no sin
antes sacudirnos la arena que nos había entrado hasta por las orejas. Candelaria se estaba peinando y Durán se metía la camisa en los pantalones.
— Malditas brujas, nos aguaron la fiesta —dijo.
— Vámonos a otro lado —propuse.
— No, ya es tardísimo. Mejor nos regresamos —contestó Ana Luisa.
— Sí, ya hay que volver. Imagínate si tu papá se entera de esto —añadió Durán.
— ¿Qué tiene?
— Nos pone una friega de perro bailarín y ya no podremos salir de nuevo los cuatro—. En otras palabras Durán quería decirme: “Y sin mi ayuda nunca volverás a estar a solas con Ana Luisa en un lugar apartado”.
El cambio de Durán me sorprendió. Entendí mi acierto en ponerle un alto. El regreso fue extraño: nadie hablaba. Pero yo tenía abrazada a Ana Luisa y la besaba y acariciaba por todas partes sin importarme ya que nos vieran. La dejamos a la vuelta de su casa. Se fue sin decirme cuándo nos volveríamos a ver.
Nos despedimos de Candelaria. Durán me llevó al baño de un restaurante. Me lavé la cara y me peiné, me puse pomada blanca en los labios hinchados y loción en el pelo. No sabía que Durán llevaba siempre estas cosas en la cajuela.
Desde luego, al regresar hubo gran lío con mi mamá por la tardanza y por no haber llamado. (Mi padre está en México y no vuelve hasta el lunes.) Durán se portó bien. Dijo que me estaba enseñando a manejar en carretera y se nos ponchó una llanta. He escrito mucho y estoy cansadísimo. No puedo más.
A cambio de ayer hoy fue un día espantoso. Estuve ido en clase. Por la noche mi mamá dijo:
— Ya sé que andas con esa muchacha. Sólo te voy a hacer una advertencia: no te conviene.
Quisiera saber cómo se enteró.
Ana Luisa llamó. Tuve la suerte de contestar el teléfono. Sólo alcanzó a decirme que me esperaba en el malecón a las siete y media. Estuvo muy cariñosa y me rogó que no volviéramos a salir con Durán y Candelaria. Lo malo es que sólo así dispongo del Buick, que es el vehículo privado: el yip no puede manejarlo nadie que no sea del ejército. No me atreví a preguntarle acerca de lo que me dijo Candelaria. Pensaría que no le tengo confianza. Ana Luisa me contó que mis hermanas la saludaron muy fríamente. Es decir, ya se sabe todo en la casa… Por nada del mundo dejaré a Ana Luisa.
También hoy estuve hecho un idiota en clase. Voy cada vez peor hasta en las materias que antes dominaba. Cuando mi padre vea las calificaciones va a ser un desastre. No puedo estudiar ni concentrarme. Todo el tiempo estoy pensando en Ana Luisa y en cosas.
¿Por qué será que Ana Luisa siempre me pregunta y en cambio se niega a contarme de ella y de su familia? Supongo que se avergüenza de su padre porque tiene un carro de esos con magnavoz y anda por los pueblos vendiendo remedios contra el paludismo y las lombrices, callicidas, tintura para las canas, veladoras antimosquitos, ratoneras y no sé cuántas porquerías. Su trabajo no tiene nada de malo. Más debería avergonzarme el que mi padre se haya ganado la vida derramando sangre.
Ana Luisa no quiere mucho al señor porque jamás está en casa, la ha hecho sufrir con varias madrastras y, como es hija única, la puso a trabajar desde muy chica. A ella le gustaría seguir estudiando. Es muy inteligente pero como sólo llegó a cuarto de primaria no lee sino historietas, se sabe de memoria el Cancionero Picot, escucha los novelones de la radio y adora las películas de Pedro Infante y Libertad Lamarque. Me he reído un poco de sus gustos. Hago mal pues qué culpa tiene ella si no le han enseñado otra cosa.
Cuando menos el otro día la defendí ante Adelina. Se burlaba de Ana Luisa porque fueron a ver Ambiciones que matan y no la entendió pues no le da tiempo de leer los letreros en español. (Ana Luisa me contó su versión de Quo vadis? y es como para ponerse a llorar.) Su falta de estudios resulta un problema. No obstante, puede remediarse y además veo en ella cualidades que la compensan. No tengo derecho a criticarla. Amo a Ana Luisa y lo demás no importa.
Un día horrible. Ana Luisa se fue otra vez a Jalapa. Sopló un norte, se inundaron las calles y el jardín de la casa. Me peleé con la Nena porque dijo:
— Oye, a ver si te buscas una novia decente y no sigues exhibiéndote con esa tipa que anda manoseándose con todos.
Por fortuna no estaba nadie más. La Nena, no lo dudo, va a contarle a mi mamá que la insulté y se burlará de mí con Maricarmen y Adelina porque dije que estaba orgulloso de Ana Luisa y la quería mucho. Bueno, ya confesé, ya nada tengo que ocultar.
Este domingo amanecí tan triste que no encontré fuerzas para levantarme de la cama. Con el pretexto de que me dolían la cabeza y la garganta pasé horas pensando en qué hará Ana Luisa y cuándo regresará de Jalapa. Lo peor fue que mi mamá me untó el pecho con antiflogestina y por poco me vomito.
Humillación total. El director me mandó llamar a su despacho. Dijo que mis calificaciones van para abajo en picada y mi conducta fuera de la escuela es ya escandalosa. Si no me corrijo de inmediato, hablará con mi padre y le recomendará que me interne en Hijos del Ejército, que es como una correccional. El maldito sapo capado me echó un sermón. Insistió en que no tengo edad para andar con mujeres que me van a perder y a volverme un guiñapo. La sexualidad es una maldición que lanzó Dios contra el género humano y la única manera de encauzarla es dentro del matrimonio, sentenció el muy hipócrita. ¿Pensará que nadie se entera de cuando para el ojo que le bizquea mirándoles las piernas a las muchachas?
Tuve que aguantar el manguerazo con la vista baja y diciéndole a todo como el auténtico pen… que soy:
— Sí, señor director, tiene usted razón, señor director, le prometo que no se repetirá, señor director.
Para terminar la joda, me dio de palmaditas con su mano sebosa:
— Tú tienes buena madera, muchacho. Todos cometemos errores. Sé muy bien que pronto estarás de nuevo por el buen camino. Anda, vuelve a tu salón y no les cuentes nada a tus compañeros.
Así pues, ya el mundo entero sabe lo de Ana Luisa y todos, sin excepción, están en contra. Serían más compasivos si yo hubiera matado al tipo que vi muerto. Qué les importa lo que Ana Luisa y yo hagamos.
Todo sigue igual. Extraño a Ana Luisa. ¿Qué hará, cuándo volverá, por qué no me escribe?
Las cosas van de mal en peor. Comí en Boca del Río con toda mi familia y Yolanda, una amiga guapísima de mis hermanas. En un momento en que mis padres fueron a otra mesa, para saludar a don Adolfo Ruiz Cortinez, el viejito que dentro de pocas semanas será presidente, ellas me echaron indirectas, dijeron que Gilberto —el hermano de Yolanda, un sangrón que es muy amigo de Pablo— anda toda la vida con sirvientas en vez de fijarse en las muchachas de la escuela.
— Las gatas han de tener su no sé qué —dijo Maricarmen mirándome a los ojos—. Porque te aseguro que Gilberto no es el único gatero que conocemos.
Sentí ganas de echarle a la cara la sopa hirviente. Por fortuna Yolanda cambió la conversación. Maricarmen olvida que después de todo su Gabrielito es un pobre diablo aunque sea hijo de un gran industrial y tenga mucho dinero. Por lo que hace a la Nena, el único novio que ha pescado era un capitancillo de intendencia. Lo que pasa es que les gustaría enjaretarme a Adelina. Qué horror. Antes muerte que soportar a esa ballena.
Hace tres días que mi padre no se presenta en la casa. Mi mamá llora todo el tiempo. Le pregunté a Maricarmen qué pasaba. Me contestó: —No te metas en donde no te llaman.
Regresó mi padre. Aseguró que había ido a Jalapa a tratar de asuntos militares con el futuro presidente. (Se teme que haya una rebelión pues algunos generales lo acusan de ser un traidor que colaboró con los norteamericanos cuando invadieron Veracruz en 1914. Según mi familia, es una calumnia porque Ruiz Cortinez, aunque no sea brillante ni simpático al estilo de Miguel Alemán, es un hombre honrado. Cuando menos no parece un ladrón como los demás: lo único que le gusta es sentarse a jugar dominó en los portales. Otros aseguran que, por ser tan anciano, no llegará vivo al cambio de poderes. Tiene casi sesenta años, como el cura Hidalgo y Venustiano Carranza, las momias más vetustas de la historia de México.)
Si mi padre fue a arreglar cosas oficiales pudo haber llamado por teléfono ¿no es cierto? Durán, quien desde luego lo acompañó como chofer, sabe toda la verdad pero no va a decirme una palabra. ¿Habrá visto Durán a Ana Luisa? Imposible, ni siquiera yo tengo su dirección en Jalapa.
Me salvé de milagro. Estaba solo cuando llegó el cartero. Recogí la correspondencia. Un sobre sin remitente me dio mala espina. Aunque estaba dirigido a mi padre lo abrí, a riesgo de encontrar una carta normal. Mi presentimiento no falló: era un anónimo. En letras de El Dictamen, pegadas malamente con goma, decía:
UNO, DOS, TRES, PROBANDO, PROBANDO. LA SOCIEDAD VERACRUZANA, ESCANDALIZADA POR LA CONDUCTA DE USTED Y DE SU HIJO, SI ESTO HACE AHORA EL NIÑITO ¿QUÉ SERÁ CUANDO CREZCA? INTÉRNELO EN UN REFORMATORIO CUANTO ANTES, EVITE QUE LO SIGA DESGRACIANDO EL MAL
EJEMPLO QUE LE DA USTED CON SU LIBERTINAJE Y SU SERVILISMO ANTE EL SUPERLADRÓN MIGUEL ALEMÁN Y EL TRAIDOR RUIZ CORTINES. AQUÍ TODOS SOMOS DECENTES Y TRABAJADORES. ¿POR QUÉ SIEMPRE NOS MANDAN DE MÉXICO GENTE DE SU CALAÑA? REPUDIAMOS A FAMILIAS CORRUPTAS COMO LA SUYA. DE TAL PALO TAL ASTILLA. VIGILAMOS. SEGUIREMOS INFORMANDO. LAS PAREDES OYEN. TODO SE SABE. NO HAY CRIMEN IMPUNE. QUIÉN MAL ANDA MAL ACABA. ¿ENTERADO? CAMBIO Y FUERA.
Voy a quemarlo ahora mismo y a enterrar las cenizas en le jardín. Nunca había visto un anónimo de verdad. Creí que sólo existían en las películas mexicanas. No me imagino quién puede haberlo mandado ni por qué lo envió a la casa y no a la zona militar. No será ninguno de mis compañeros ni una amiga de mis hermanas. (Dicen que Adelina escribe anónimos pero no creo que se atreviera a hacerlo con mi padre.) Nadie que yo conozca tendría la paciencia de recortar letritas e irlas pegando horas y horas. Además allí se usan palabras no empleadas pro la gente que me parecería sospechosa.
Me suena un poco al lenguaje del director, que además es radioaficionado; pero él que tiene que andar hablando a nombre de la sociedad veracruzana si tampoco es de aquí. No, el director no se atrevería a meterse con mi padre: sabe que es capaz de darle un balazo. Y aunque lo aborrezco, el director no me parece tan bajo como para mandar un anónimo.
Le doy vueltas y vueltas y todavía no lo creo. A lo mejor me equivoqué y es una mala interpretación. Quién sabe. Resulta que fui a ver a Candelaria con la esperanza de que me tuviera carta de Ana Luisa. Nunca antes la había visto sin Durán. Como la farmacia estaba llena de clientes, me llamó a una esquina del mostrador, se puso insinuantísima y me dijo:
— Tú tomas muy en serio las cosas. Deberías divertirte, pasarla bien y no ser tan a la antigüita. ¿Cuándo quieres que echemos una buena conversada? Te voy a dar algunos consejos.
— Cuando quieras. Nos ponemos de acuerdo con Durán.
— No, no le digas nada. Ni siquiera le comentes que hablamos. Mejor nos vemos tú y yo solitos. ¿Qué te parece?
— Pues, este, digo, bueno, es decir… Tú eres su novia ¿verdad?
— Sí, pero no nacimos pegados. ¿Qué tiene de malo que tú y yo nos reunamos? Me caes muy bien ¿sabes? Durán no es mala gente pero es muy soldadote. En cambio tú eres finito, bien guapito, y no estás tan maleado.
— Oye, es que francamente no sé qué pensar. Me da pena.
— ¿Pena? ¿Por qué pena? Mi hijito, recuerda que después de todo Durán es tu ga-to, tu cria-do. Además lo crees muy tu amigo pero no tienes la menor idea de lo que dice de ti y de tu familia; de que eres un niñito consentido y más bien tontito; de lo feas y resbalosas que son tus hermanas; de que tu papá no es un militar sino un tirano y un ladrón que hace negocio hasta con los frijoles de la tropa y un viejo verde que todo se lo gasta en muchachitas. Porque has de saber…
Candelaria iba a seguir diciendo horrores cuando el dueño de la farmacia le llamó la atención y le recordó que estaba prohibido conversar en horas de trabajo. Antes de que saliera alcanzó a pedirme:
— Llámame aquí o búscame en mi casa. Ya sabes dónde. No tengo teléfono.
¿Qué hago? ¿Le hablo o mejor no? No, para qué meterme en más líos. Y sobre todo no puedo traicionar a Ana Luisa ni tampoco a Durán.
Muy querida Ana Luisa: ¿Cómo estás? ¿Por qué no me escribes? Te extraño mucho, me haces mucha falta. Regresa pronto. Necesito verte. Recibe muchos besos con todo mi amor.
Acababa de poner esto en una tarjeta postal (dentro de un sobre) cuando llegó Durán muy misterioso a darme una carta que Candelaria le había entregado por la mañana. Sospecho que ellos dos la abrieron poniéndola al vapor y después la pegaron con engrudo. No puedo ser tan desconfiado. La copio tal como está:
Quérido Jorge pérdoname que te escriva porquito pero estoy cuidando a mi papá, de repente se puso malo de un disjusto que tubo, gracias a Diós no es nada grave, estará bueno pronto y en seguido vuelvo.
Jorge estoy muy triste sin ti, pienso que no vas acordarte de mi y te vas a fijar en otras muchachas que no te dén tanto problema como yo te e dado.
Pero mejor no lo agas porque yo te quiero muchisimo de verda ni te imaginas cuanto y me muero de ganas de berte, ojalá que muy pronto.
A Diós Jórge, resibe muchos besos y mi amor que es siempre tuyo y quiereme.
No sé qué pensar. Además ¿cómo sabe Ana Luisa que me ha dado problemas?
Tenía que ser: ya le llegaron con el chisme a mi padre. ¿Quién habrá sido? La Nena jura que no fueron ni ella ni Maricarmen. Le creo porque cuando menos la Nena es sincera y siempre da la cara. Entonces ¿será alguien de la escuela? Imposible: temblarían en presencia del general.
Estuvo mucho más duro que la entrevista con el director. Dijo que mientras él me mantenga mi obligación es estudiar y obedecer. Cuando trabaje y gane mi dinero podré tener miles de mujeres, aunque es el peor camino, me lo dice por experiencia (caramba). Supone que gran parte de culpa la tiene mi afición excesiva por los libros. En vez de leer tanto y encontrar el mal ejemplo en las novelas de amor y de aventuras debería hacer más deporte y sobresalir en los estudios. Cuando nací su ilusión era verme convertido en cadete del Heroico Colegio Militar. Lo he decepcionado por completo y es muy doloroso para él.
Mi papá será muy general y toda la cosa pero no entiendo cómo anda el asunto: me informó que, de ahora en adelante y hasta nueva orden, no podré ir a ningún lado si no me acompaña y me vigila Durán (!).
Hace rato, cuando me había escapado por la azotea para rondar, como todas las noches, la casa de Ana Luisa, la vi bajarse de un Packard último modelo (¿no conozco ese Packard?) junto con su madrastra. Ellas no me vieron, alcancé a esconderme tras la esquina. Me intriga saber quién será el viejo como de unos cuarenta años que las vino a dejar. Las ayudó con las maletas y al despedirse Ana Luisa le dio un beso. A pesar de todo ese hombre no entró en la casa.
Me desespera no poder hablar con ella. Ojalá mañana me mande algún recado con Candelaria. Quisiera ir a buscarla o cuando menos hablarle por teléfono a El Paraíso de las Telas pero ella me lo ha prohibido: dice que la regañan y le descuentan de su sueldo.
Aquí hay otra cosa rara: si el dueño de la tienda es tan estricto ¿por qué la deja faltar tanto y no la sustituye por otra empleada? No he conocido a nadie tan misteriosa como Ana Luisa.
Lo que menos esperaba: Ana Luisa fue a la farmacia y le dio a Candelaria un sobrecito color de rosa para que me lo entregase Durán:
Quérido Jórge resibí tu tarjeta, gracias. Espero que lo que voy a decirte no te duela en el alma como ami. Miamor, me dá mucha tristesa pero no quéda mas remedio pues creo ques lo mejor para los dós.
Resulta Jórge que ya no bamos a seguirnos viendo como astaora, se que me entenderas y no me pediras esplicasiones pues tan poco podria dartélas.
Jórge siempre e sido sincera contigo y te e querido mucho nunca sabrás cuanto de veras, me sera muy difícil olbidarte, ojalá no sufras como estoi sufriendo y te olbides pronto de mi.
Te mando un ultímo beso con amor.
Me quedé helado. Luego me encerré en mi cuarto y me puse a llorar como si tuviera dos años. Ahora trato de calmarme y hago un esfuerzo por escribir aquí. No puedo creerlo, no soporto la idea de que nunca más volveré a ver a Ana Luisa. Es terrible, es horrible. No sé, no sé. No entiendo nada.
Pasé una noche infernal. Durán me llevó en el yip a la escuela y no hablamos, aunque estoy seguro de que él ya sabe y hasta vio la cartita que estaba en un sobre sin pegar. Candelaria no tuvo la buena educación de cerrarlo.
Al salir pasé por donde trabaja o trabajaba Ana Luisa. Vi a sus amigas pero a ella no. Me acerqué, me miraron con lástima y me dijeron que no ha vuelto a la tienda ni creen que regrese. Sentí el impulso de presentarme en su casa pero no tengo ningún pretexto. No me importa que sea humillante, quisiera verla cuando menos una última vez.
Por cierto: un Packard idéntico al de la otra noche se hallaba estacionado frente a El Paraíso de las Telas. Bueno, el coche en que iba Ana Luisa no es el único Packard que hay en el mundo. Puede ser una casualidad. Me voy a volver loco si sospecho de todo lo que veo.
Mi madre entró sin avisar y me encontró llorando (a mi edad). Hizo preguntas y le conté la versión rosa de la historia. En vez de regañarme, dijo que no me preocupara: ella sabía que yo andaba con Ana Luisa y lo permitió sólo para que me sirviera de amarga experiencia. Esto les ha pasado y les pasará a todos; no debo darle importancia ni sufrir por alguien que no vale la pena; la adolescencia es la etapa más feliz de la vida y, aparte de estudiar, mis únicas preocupaciones deben ser divertirme y hacer amistades útiles para mi porvenir. Muy pronto habré crecido y encontraré una muchacha de mi clase, digna de ser mi novia y que no tenga mala fama como Ana Luisa.
Ahora ya ni siquiera protesté como antes. No hice el menor intento de defenderla. Pobre Ana Luisa. Todos quieren hacerle daño. En realidad nunca supe nada de ella. No creo poder enamorarme de otra… ¿Y si todo cambiara de repente y Ana Luisa viniera a decirme que reconsideró y está arrepentida de haberme dejado? No, es una imbecilidad; esto no va a ocurrir, de qué sirve hacerme ilusiones.
Días, semanas sin escribir nada en este cuaderno. Para qué, no tiene objeto. Si alguien lo ve se burlará de mí.
Tuve un sueño muy triste. Estábamos en la ciudad de México. Ana Luisa se iba y no volvería nunca. Para vernos por última vez me citaba en La Bella Italia, una nevería que no conoce pues nunca ha estado en la capital. La cita era a la una. Yo tomaba un tranvía que se paraba por falta de electricidad. Entonces me iba corriendo por una avenida que tenía en medio árboles — ¿Ámsterdam, Mazatlán, Álvaro Obregón? — El dolor de piernas me obligaba a sentarme en una banca. En ese instante aparecía la Nena del brazo de Durán.
— Vamos a casarnos en la iglesia —me decía—. Y tú niño, ¿adónde te diriges tan apresurado? No me digas que Ana Luisa te está esperando en el malecón.
— No, cómo crees: voy a un partido de futbol —contestaba. La Nena y Durán me hacían conversación. Me desesperaba el no poder zafarme y continuar mi camino hacia La Bella Italia. Hasta que al fin seguía corriendo y me cruzaba con un entierro. Encontraba a una señora vestida de luto. Era mi madre:
— Van a enterrar al que te dio la vida y tú, en vez de ir a llorarlo en el cementerio, corres al encuentro de una mujerzuela.
Le pedía perdón y reanudaba mi carrera. Al llegar a La Bella Italia eran las tres en punto y ya no estaba Ana Luisa. Aparecía Candelaria con delantal, sirviendo las mesas:
— Ana Luisa te esperó mucho tiempo. Tuvo que irse para siempre y no dejó dicho adónde….
Dos meses sin verla, seis semanas desde que recibí su última carta. En vez de olvidarla siento que la quiero más. No importa que sea cursi el decirlo.
Le hice unos versos, tan malos que preferí romperlos. ¿Qué hará, dónde estará y con quién? Todas las noches rondo su casa. La encuentro siempre cerrada y a oscuras. ¿Habrá vuelto a Jalapa o estará en México?
Lo más triste de todo es que ya me estoy resignando. Pienso que tarde o temprano lo de Ana Luisa tenía que acabarse pues a mi edad no iba a casarme con ella ni nada por el estilo. Además todo parece en calma desde que no nos vemos. En la escuela ya me hablan, en la casa me tratan bien, puedo estudiar, leo muchísimo y —al menos que yo sepa— no ha llegado otro anónimo. Pero no me importaría que todo fuera como antes, o aun peor, con tal de volver a estar cerca de Ana Luisa.
Me preocupa Ana Luisa. Me duele no poder ayudarla. Supongo que le está yendo muy mal y su vida va a ser horrible sin que ella tenga culpa alguna. Aunque si lo pienso bien y me fijo en la gente que conozco o de quien sé algo, la vida de todo el mundo siempre es horrible.
Mil años después llegaron las cosas que habíamos dejado en México, entre ellas el baúl en que mi madre guarda las fotos. En vez de estudiar o de leer me pasé horas contemplándolas. Me cuesta trabajo reconocerme en el niño que aparece en los retratos de hace ya mucho tiempo. Un día seré tan viejo como mis padres y entonces todo esto que he vivido, toda la historia de Ana Luisa, parecerá increíble y más triste que ahora. No entiendo por qué la vida es como es. Tampoco alcanzo a imaginar cómo podría ser de otra manera.
Escribo a las doce y media. No fui a clases. Mis padres cumplen hoy veinticinco años de matrimonio. Vendrán a comer el gobernador, el comandante de la región militar que está por encima de la zona a cargo de mi padre, el presidente municipal, el capitán del puerto, algunos senadores, diputados y líderes obreros, el jefe de la policía, el representante del PRI, el administrador de la aduana y no sé cuántos más.
En vez de que Eusebia la preparase como todos los días, un cocinero del Prendes vino a hacer la comida. No voy a probar nada. No volveré a comer nunca. Soy tan imbécil que a mi edad no había relacionado los llamados placeres de la mesa con la muerte y el sufrimiento que los hacen posibles.
Vi a los ayudantes del cocinero matando a los animales y quedé horrorizado. Lo más espantoso es lo que hacen con las tortugas o quizá el fin de las pobres langostas que patalean desesperadas en la olla de agua hirviendo. No quiero imaginarme lo que serán los rastros. Uno debería comer nada más pan, verduras, cereales y frutas. Pero ¿de verdad no sentirán nada las plantas cuando uno las arranca, las corta, las cuece, las muerde y las mastica?
¿He dicho que me encanta Yolanda? Es tan guapa como Ana Luisa o quizá más hermosa todavía. Jamás he hablado a solas con Yolanda pero hoy me entristecí (como idiota) porque tampoco volveré a verla. Vino a despedirse de Maricarmen y de la Nena: se va a estudiar a Suiza. A su hermano Gilberto lo mandan a la Culver Military Academy en Indiana. Su padre se hizo millonario en el régimen que está por acabar. A muchos que conocemos les pasó lo mismo. Si en México la mayoría de la gente es tan pobre ¿de dónde sacarán, cómo le harán algunos para robar en tales cantidades?
Yolanda nos contó que la semana pasada Adelina intentó suicidarse porque eligieron reina del próximo carnaval a Leticia, su peor enemiga. Adelina metió la cabeza en el horno de la estufa y abrió la llave del gas sin encender el fuego. Cuando empezó a sentirse mal, salió corriendo y antes de desmayarse vomitó por toda la sala.
En su nota suicida Adelina no culpaba a su envida por Leticia sino a la forma en que la tratan su madre y su hermano. El capitán abofeteó a la señora y le dio una golpiza feroz a Óscar. Pobre capitán. Cuánto quiere a Adelina. No se da cuenta de que su hija es un monstruo de maldad.
La Nena, Maricarmen y yo nos moríamos de risa mientras Yolanda narraba y actuaba la tragedia de la gorda. Luego sentí remordimientos: soy tan canalla como Adelina. No está bien alegrarse del mal ajeno, por mucho que deteste a Óscar y a su hermana y aunque estoy casi seguro de que Adelina mandó el anónimo, bien calculado para que se lo achacáramos al director.
No entiendo cómo es uno. El otro día sentí piedad al ver a los animales asesinados en el patio trasero de mi casa y hoy me divertí pisando cangrejos en la playa. No los enormes de las rocas sino los pequeños y grises de la arena. Corrían en busca de su cueva y yo los aplastaba con furia y a la vez divertido. Pienso que en cierta forma todos somos cangrejos: cuando menos se espera alguien o algo viene a aplastarnos.
Como no he vuelvo a salir con Candelaria y Durán ignoraba si seguían viéndose. Durán y yo casi no hablamos. Siento que he traicionado a alguien que —excepto la vez de Antón Lizardo— se portó bien conmigo. Él debe de saber algo de la conversación en la farmacia pues tampoco ha hecho el menor intento para que volvamos a ir a nadar o a práctica de manejo.
En fin, digo todo esto porque hoy me encontré a Candelaria en el tranvía. Para hablar de Ana Luisa se me ocurrió invitarla a tomar un refresco en el Yucatán. En cuanto nos sentamos Candelaria me preguntó por ella.
— ¿De verdad no lo sabes? —le contesté—. Pues me cortó, me mandó a volar.
— No me digas. No te lo puedo creer.
— Pero si me dejó contigo su última carta.
— No la leí, soy muy discreta… Qué tonta, qué bruta, qué pen…: cuándo se va a encontrar a alguien como tú.
— No te creas, yo quién soy.
— Tú eres tú y ya te dije lo que me pareces.
Silencio. Enrojezco. Tomo un trago de agua de tamarindo. Candelaria me observa irónica, se divierte al ponerme en aprietos.
— Te voy a decir una cosa, Jorge. Óyelo bien: tu error fue tratar a Ana Luisa como a una muchacha decente y no como lo que es. Te lo digo con todas sus letras: una pu… que se acuesta con viejos repugnantes para sacarles dinero. La culpa es del borracho de su padre — un huevón al que no le gusta trabajar — y de la madrota que vive de conseguirle clientes a tu noviecita.
— Oye, Ana Luisa no te ha hecho nada; no tienes por qué hablar así de ella.
— Ah, mira nomás: todavía la defiendes después de que te usa como su trapeador y te pone los cuernos con medio Veracruz. Ay, mi hijito, qué bueno o qué imbécil eres. Ojalá todos fueran como tú. Por eso me gustas, por eso… pero te niegas a hacerme caso.
— Es que… No sé en realidad… No, mejor deja que pasen los exámenes: tengo mucho que estudiar y estoy muy atrasado. Apenas salgo de todo esto te llamo.
— ¿En serio no te gustaría que nos fuéramos por ahí?
— Candelaria, claro que me encantaría. Ya llegará el momento. Vas a ver.
— ¿Y por qué no ahora mismo?
— Te juro que mis papás me esperan a comer en el café de La Parroquia. Además tú tienes que regresar a la farmacia.
— Por mí no te preocupes. Yo me arreglo. Yo sé mi cuento.
— Mejor nos vemos la semana entrante ¿si? Pero, te lo ruego, no le vayas a decir nada a Durán.
— Cálmate, tu pin… sardo no va a saber ni jota. Además ya estoy harta de ese chilango de mie…. No sé cómo quitármelo de encima. Es una auténtica lata y ni que fuera la gran maravilla. Puro hablador, eso es lo que es.
Antes de que otra cosa sucediera pagué la cuenta, insistí en que mis padres me esperaban en La Parroquia (mentira) y le juré a Candelaria que iría a buscarla a su casa. En vez de alegrarme la conversación me entristeció. Qué injusto es todo: la que amo me rechaza y repudio a la que me quiere. Tal vez me engaño al suponer esto. ¿Será verdad que le gusto a Candelaria? ¿O nada más pretende utilizarme para fregar a Durán? Desde luego lo que dice de Ana Luisa es una calumnia, una absoluta y total mentira. ¿Por qué todos se ensañarán con ella de esta forma?
Llevo semanas sin escribir nada. Ahora voy a desquitarme por los días que dejé en blanco. Me acaban de pasar cosas terribles. Será mejor contarlas más o menos en orden. Como mañana es aniversario de la revolución, no hay clases y mis calificaciones han mejorado, pedí permiso para ir a la lucha libre. Me dejaron, siempre y cuando me acompañara Durán. Esto me salvó, quién lo iba a decir.
En el cine Díaz Mirón, improvisado como arena de combate, alcanzamos a comprar en reventa boletos de quinta fila. Las preliminares fueron aburridísimas, con luchadores desconocidos. En la estelar se enfrentaron Bill Montenegro —mi ídolo cuando en México veía las luchas por televisión— y El Verdugo Rojo, al que más detesto entre todos los villanos.
Bill dominó a lo largo de la primera caída, a pesar de que el réferi estaba en contra suya. La ganó con unas patadas voladoras perfectas y una doble Nelson. En la segunda el Verdugo empleó a fondo sus marrullerías y mediomató a Montenegro. Ya para la tercera y última caída todo el público estaba en contra del rudo, excepto Durán que, según creo, tomó esta actitud sólo para molestarme.
Montenegro cayó fuera del cuadrilátero y se golpeó la cabeza contra una silla del ringside. El Verdugo lo tomó de los cabellos para subirlo a la lona, lo sujetó en un candado, lo estrelló contra los postes y le abrió una herida en la frente. Bañado en sangre, Bill reaccionó: con unas tijeras voladoras se vengó de su rival y lo arrojó a su vez de las cuerdas. Cambiaron golpes en el pasillo muy cerca de mí. El árbitro los obligó a regresar cuando ya los espectadores intervenían en defensa de Montenegro.
La vuelta al ring fue el desastre para Bill. El enmascarado lo hizo chocar de nuevo contra los postes para ahondarle la herida. Yo estaba furioso al verlo sangrar. Como el réferi no hacía ningún caso de los gritos, arrojé un elote que me estaba comiendo y le di en la cabeza al Verdugo Rojo.
Me aplaudió la gente que se dio cuenta. Pero el villano tomó el elote y le picó los ojos a Bill, con tanta furia que de milagro no lo dejó ciego. Entonces me insultaron los mismos que me habían celebrado. Todo empeoró cuando con una quebradora el Verdugo puso fuera de combate a Montenegro.
Llovieron almohadas y vasos de cartón contra el malvado. Condujeron a Bill hacia la enfermería y hubo el rumor de que estaba agonizante. En ese momento unos tipos con facha de estibadores se acercaron a pegarme gritando que yo, un maldito chilango, era el cómplice del Verdugo y el responsable de la muerte del héroe. Serían unos diez o doce y parecían dispuestos al linchamiento. De pronto Durán saltó para cubrirme, sacó la pistola, cortó cartucho y gritó:
— Lo que quieran con él, conmigo, hijos de la chin….
Quién sabe qué hubiera ocurrido si los policías no se abren paso en medio del tumulto y nos salvan. Intentaron llevarnos a la cárcel pero Durán se identificó, explicó la situación, dijo quién era yo, o mejor dicho quién era mi padre. Y salimos entre gritos y miradas de odio, custodiados por los gendarmes.
Al subirnos al yip bajo los insultos del público, Durán les dio cincuenta pesos a los policías y aclaró:
— Luego me los pagas. El caso es que el jefe no se entere del desm… que armaste.
En el camino me dijo que era una soberana pen… lo que yo acababa de hacer: primero está uno y nunca hay que tomar partido por nadie. No le contesté porque apenas comenzaba a sentir el susto. Qué noche.
Escribo por última vez en este cuaderno. No tiene objeto conservar puros desastres. Pero lo guardaré para leerlo dentro de muchos años. Tal vez entonces pueda reírme de todo lo que ha pasado. Lo de hoy me pareció increíble y me dolió mucho. Siento como una especie de anestesia y veo las cosas como si estuvieran detrás de un vidrio.
Yo solo, cuándo no, fui a buscar la catástrofe. No hubo clases porque hoy tomó posesión Ruiz Cortines. No sé cómo ni por qué se me ocurrió ir a Mocambo. Sin nadie, pues no tengo amigos en la escuela, mi padre se fue en avión a México para estar presente en el cambio de gobierno y le prestó el yip a Durán, que hoy tuvo su día libre. No pude conseguir el Buick porque mi mamá, la Nena y Maricarmen presidieron en Tlacotalpan un festival para los niños pobres.
Subí al camión en Villa del Mar y me tocó del lado del sol. Aunque es diciembre hacía mucho calor. Al bajarme fui a tomar un refresco en un puesto de la playa. Me senté, pedí una coca cola con nieve de limón y me puse a terminar La hora veinticinco (Cuando voy solo a alguna parte siempre llevo libros o revistas.)
Estaba absorto en la lectura. No puse atención al escándalo que hacían dos hombres sentados a la mesa de atrás. Habían bebido como diez cubalibres y entre un cerro de conchas de ostión hablaban de mujeres y se gritaban cosas de borracho abrazándose. Al volver la vista quedé paralizado: eran Bill Montenegro y El Verdugo Rojo —sin máscara pero lo reconocí por su estatura. ¿De modo que también la lucha libre es mentira y los enemigos mortales del ring son como hermanos en la vida privada?
No se molestaron en mirar al idiota que estuvo a punto de ser linchado por culpa suya. Me dieron ganas de reclamarle a Montenegro —que no tenía nada en los ojos ni herida alguna en la frente—. Ya estaban para caerse de ebriedad y me hubieran matado si los insulto.
Me levanté dispuesto a no ver jamás otra función de lucha libre y no comprar ya nunca publicaciones deportivas. Faltaba lo mejor todavía. Antes de meterme al agua fui a dejar mi ropa y mi libro entre las casuarinas sembradas en los médanos. Estaba a punto de quitarme los pantalones cuando vi que se acercaban, en traje de baño y tomados de la mano, Ana Luisa y Durán.
Siguieron adelante sin verme. Ana Luisa se tendió en la arena cerca de la orilla. A la vista de todo el mundo, como si quisieran exhibirse, Durán se arrodilló a untarle bronceador en la espalda y en las piernas. Aprovechó el viaje para besarla en el cuello y en la boca.
Yo temblaba sin poder dar un paso. No creía en lo que estaba viendo. Era el final de una pesadilla o de una mala película. Porque en la tierra no pasan tantas cosas o al menos no suceden al mismo tiempo. Era demasiado y a la vez era cierto. Allí, a unos metros de las casuarinas que me ocultaban, Ana Luisa en bikini se cachondeaba con Durán en presencia de todos; atrás, en el puesto, Bill Montenegro y el Verdugo Rojo se morían de risa por los cretinos que los mantienen y toman en serio la lucha libre.
Debía irme cuanto antes. Si no al susto y a la decepción se iba a unir el ridículo. Irme: ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Pelearme con Durán sabiendo que me acabaría en dos por tres? Reclamarle a Ana Luisa era imposible: me dijo con toda claridad que ya no quería nada conmigo. ¿Cómo sentirme traicionado por ella, por Durán, por Montenegro? Ana Luisa no me pidió que me enamorar ni Montenegro que lo “defendiera” del Verdugo Rojo. Nadie tiene la culpa de que yo ignorara que todo es una farsa y un teatrito. Me estremeció pensar que pudiera ser cierto lo que me contó Candelaria. De todas formas Ana Luisa fue honrada conmigo al apartarse.
Me decía todo esto en mi interior para darme ánimos. Porque nunca en mi vida me sentí tan mal, tan humillado, tan cobarde, tan estúpido. Pensé en una venganza inmediata. Con mis últimos pesos tomé un taxi para ir a ver a Candelaria.
Toqué la puerta de su casa, a mano limpia porque no hay timbre. Nadie salía. Ya me iba cuando se abrió un postigo y vi la cabeza de un bigotón malencarado, sudoroso, en camiseta, con el pelo revuelto. El tipo es el padrastro de Candelaria pero desde luego estaba con ella en otras funciones. Me echó una mirada de odio y me gritó de la peor manera:
— ¿Qué se le ofrece, jovencito?
Y yo de imbécil todavía le pregunté:
— Perdone… ¿está Candelaria?
— No, no está ni va a estar. ¿Pa’ qué la quiere?
— Ah, no, para nada… Disculpe usted… Es decir, sí… Mire, le traía un recado de Durán… de su novio. Bueno, gracias… No se preocupe: la veo mañana en la farmacia.
El bigotón cerró furioso el postigo y toda la puerta se estremeció. Qué metida de pata mi supuesta venganza. Pensé que si hoy seguía en la calle me iba a aplastar un aerolito, ahogarme un maremoto o cualquier cosa así.
Vine a pie hasta la casa, con ganas de llorar pero aguantándome, con deseos de mandarlo todo a la chin…. Y sin embargo dispuesto a escribirlo y a guardarlo a ver si un día me llega a parecer cómico lo que ahora veo tan trágico… Pero quién sabe. Si, en opinión de mi mamá, esta que vivo es “la etapa más feliz de la vida”, cómo estarán las otras, carajo.