viernes, 24 de abril de 2009

¡¡El mundo se va a acabar!!!!! (o Mono blanco tenía razón)

Desde mi hipocondría debo aceptar que sí me preocupan un poco las noticias que nos están inundando sobre la influenza. Desde mi desconfianza siento que hay algo raro detrás de todo esto. Desde las canciones, me recordó una de las pocas que me gustan de Molotov. Desde la literatura, inmediatamente me vino a la mente Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago (y es que si las cosas siguen así, pronto el ejército fusilará a todos los que tengan un catarrito). Acá les dejo el video del Mundo y un fragmento de la novela del escritor portugués.

ENSAYO SOBRE LA CEGUERA

(Fragmento)


El Gobierno lamenta haberse visto obligado a ejercer enérgicamente lo que considera que es su deber y su derecho, proteger a la población por todos los medios de que dispone en esta crisis por la que estamos pasando, cuando parece comprobarse algo semejante a un brote epidémico de ceguera, provisionalmente llamado mal blanco, y desearía contar con el civismo y la colaboración de todos los ciudadanos para limitar la propagación del contagio, en el supuesto de que se trate de un contagio y no de una serie de coincidencias por ahora inexplicables.

La decisión de reunir en un mismo lugar a los afectados por el mal, y en un lugar próximo, pero separado, a aquellos con los que mantuvieron algún tipo de contacto, no ha sido tomada sin ponderar seriamente las consecuencias. El Gobierno conoce plenamente sus responsabilidades, y espera que aquellos a quienes se dirige este mensaje asuman también, como ciudadanos conscientes que sin duda son, las responsabilidades que les corresponden, pensando que el aislamiento en que ahora se encuentran representará, por encima de cualquier otra consideración personal, un acto de solidaridad para con el resto de la comunidad nacional.

Dicho esto, pedimos la atención de todos hacia las instrucciones siguientes, primero, las luces se mantendrán siempre encendidas y será inútil cualquier tentativa de manipular los interruptores, que por otra parte no funcionan, segundo, abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente, tercero, en cada sala hay un teléfono que sólo podrá ser utilizado para solicitar del exterior la reposición de los productos de higiene y limpieza, cuarto, los internos lavarán manualmente sus ropas, quinto, se recomienda la elección de responsables de sala, se trata de una recomendación, no de una orden, los internos se organizarán como crean conveniente, a condición de que cumplan las reglas anteriores y las que seguidamente vamos a enunciar, sexto, tres veces al día se depositarán cajas con comida en la puerta de entrada, a la derecha y a la izquierda, destinadas, respectivamente, a los pacientes y a los posibles contagiados, séptimo, todos los restos deberán ser quemados, considerándose restos, a todo efecto, aparte de la comida sobrante, las cajas, los platos, los cubiertos, que están fabricados con material combustible, octavo, la quema deberá ser efectuada en los patios interiores del edificio o en el cercado, noveno, los internos son responsables de las consecuencias negativas de la quema, décimo, en caso de incendio, sea éste fortuito o intencionado, los bomberos no intervendrán, undécimo, tampoco deberán contar los internos con ningún tipo de intervención exterior, en el supuesto de que sufran cualquier otra dolencia, y tampoco en el caso de que haya entre ellos agresiones o desórdenes, duodécimo, en caso de muerte, cualquiera que sea la causa, los internos enterrarán sin formalidades el cadáver en el cercado, decimotercero, la comunicación entre el ala de los pacientes y el ala de los posibles contagiados se hará por el cuerpo central del edificio, el mismo por el que han entrado, decimocuarto, los contagiados que se queden ciegos se incorporarán inmediatamente al ala segunda, en la que están los invidentes, decimoquinto, esta comunicación será repetida todos los días, a esta misma hora, para conocimiento de los nuevos ingresados.

El Gobierno y la Nación esperan que todos cumplan con su deber. Buenas noches.

jueves, 23 de abril de 2009

Sobre mi madre y sobre García Márquez

(Foto de Gabriel García Márquez con el ojo morado luego de un derechazo propinado por Mario Vargas Llosa. Si quieren leer la historia completa, den click AQUÍ)

No sé si Cien años de soledad sea el libro más famoso de Gabriel García Márquez. Sí puedo confesarles que no lo he leído y no sé si algún día lo haré, creo que debería. De este escritor colombiano he leído algunas novelas que me han gustado pero hasta ahí, por eso se me hace raro que, hasta hace algunos años, mi madre estaba muy creída que GGM era mi escritor favorito e incluso me regaló un libro de él. No sé porqué lo pensaba ni tampoco quise sacarla del error.

A continuación les dejo un video, de la serie IMAGINANTES de Televisa (que es de las cosas buenísimas que ha hecho esta empresa, muchas veces satanizada). Trata sobre un cuento de García Márquez.



El audio de este video no es muy bueno, si quieren verlo con mejor calidad den click AQUÍ

lunes, 20 de abril de 2009

Día internacional del libro

(Imagen tomada de AQUÍ)

¡Qué tal, gente!
El jueves 23 de abril es el día internacional del libro y se me ha ocurrido que, entre otras cosas, hagamos un intercambio de caligramas tamaño jumbo (media cartulina). Así que, los que lean esto, vayan preparando sus ideas y reuniendo todo lo que consideren necesario para el intercambio.
SAludos!

Control de lectura 3: ¿Fue un sueño?



¿FUE UN SUEÑO?
Guy de Maupassant
¡La había amado locamente!
¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.
Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.
Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!" ¡y yo comprendí!¡Y yo comprendí!
Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío!¡Dios mío!
¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.
Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación - nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte -, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.
Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal - en aquel liso, enorme, vacío cristal - que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!
Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:
«Amó, fue amada, y murió.»
¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.
¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!
Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.
Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!
No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.
Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»
El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado mortal.»
Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.
Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído: Amó, fue amada, y murió.
Ahora leí:
«Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, cogió una pulmonía y murió.»
Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.