jueves, 28 de mayo de 2009

CONTROL DE LECTURA EXAMEN

Les dejo el control de lectura para su examen. Recuerden que el día del examen no podrán sacarlo, así que deben leerlo antes.
Saludos y suerte!
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, aunque a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses –se habían casado en abril–, vivieron una dicha especial.
Sin duda ella hubiera deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor; más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
–La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso –frisos, columnas y estatuas de mármol –producía una otoñal impresión de palacio encantado.
Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. Había concluido, no obstante, por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello.
Lloró largamente, todo su espanto callado, redoblando el llanto a la más leve caricia de Jordán. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.
Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
–No sé– le dijo a Jordán en la puerta de calle–.Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al día siguiente Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación.
La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
–¡Jordán! ¡Jordán!–clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.
–¡Soy yo, Alicia, Soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, volvió en sí. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola por media hora temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.
En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.
–Pst... – se encogió de hombros desalentado el médico de cabecera –. Es un caso inexplicable... Poco hay que hacer...
–¡Sólo eso me faltaba!– resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi.
Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
–¡Señor! –llamó a Jordán en voz baja–. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
–Parecen picaduras –murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
–Levántelo a la luz –le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó; pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
–¿Qué hay? –murmuró con la voz ronca.
–Pesa mucho –articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán corto funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, levándose las manos crispadas a los bandos. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca –su trompa, mejor dicho– a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo: pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había el monstruo vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

martes, 26 de mayo de 2009

EL ÚLTIMO TRAGO (mi ensayo semifinal)

Infinito, yo te cito: “Salgo de la sesión furioso y malhumorado. Me gustaría patear una pelota, arrojar una piedra contra una ventana, hacer sonar una alarma y huir silbando bajito o robar un banco. El alto concepto que tengo de mí mismo me impide tocarle el culo a una mujer de espaldas. Dado que no voy a tocar el culo a ninguna mujer, escupo fuertemente sobre el arcén.
”-Guarro- me dice una mujer, ancha y gorda, que pasa a mi lado.
”-Cerda- le contesto”.
Este pasaje que les comparto viene en “La última noche de Dostoievski” de Cristina Peri Rossi (escritora uruguaya) y de alguna forma refleja lo que es para mí la literatura, una idea que se ha confirmado luego de pensar y repensar semanalmente el tema gracias a este proyecto.
Les explico: Una de las cosas que siempre me han gustado de la literatura es el hecho de que te permite no sólo transportarte a otros lugares o convertirte en otra persona. Te permite imaginar que, aún siendo uno mismo, uno puede cambiar su vida.
SOY UN AS NO CONOCIDO
Muchos de mis días he terminado furioso y malhumorado (como el personaje del principio de este ensayo). Lo único que ha hecho medio llevadero tales momentos es que puedo imaginarme y, todavía mejor, puedo escribir esos lapsos y robar un banco o romper un vidrio o tocarle las nachas a una mujer, o incluso algo mejor.
Hay una canción de Jaime Urrutia, que se llama “Delirios de grandeza” y que dice:
Llenar de pajaritos la cabeza,
vas a ser mejor que los demás.
¿Quién, en sus delirios de grandeza,
dime quién no ha imaginado ser un as?
Yo también les pregunto: ¿Quién, en sus delirios de grandeza, no ha imaginado ser un as? Antes siempre me gustaba imaginarme que yo, siendo yo, era el mejor en tal o cual cosa. Recuerdo como si fuera ayer (porque esta memoria la reviví miles de veces) un día, cuando iba en la secundaria y estaba en el receso: Estaba sentado en una banca del patio, comiendo mi torta y pensando en cuál era la raíz cuadrada de mil quinientos ocho. En eso, alguien me llegó por la espalda y me tapó los ojos. Eran unas manos suaves, lo recuerdo bien. Incluso ahora siento un cosquilleo en la nariz, se ve que mi olfato quiere recuperar su olor pero no puede.
Quien me tapaba los ojos era una niña que me gustaba mucho, cuando volteé y la descubrí me puse a temblar, nervioso, y me atraganté con un cacho de torta. Quedé como un idiota.
Eso es lo que pasó pero les dije que este recuerdo lo reviví miles de veces. En cada una de ellas cambié las cosas para que todo terminara con un final feliz: ella y yo enamorados para toda la vida.
EL ROCK DE LA MUJER PERDIDA
Al escribir esto me vino a la mente una canción que se llama “Rock de la mujer perdida”. Quizá alguno de ustedes se dio cuenta que en varias de mis entradas hice referencia a algunas mujeres que hoy son perdidas (no por locas, sino porque no están conmigo). Lo que también me gusta de la literatura es que, si en la vida he perdido mujeres, en los cuentos y novelas me he encontrado a muchas, muchísimas.
De éstas recuerdo con cariño a Natasha, protagonista de “Guerra y Paz” de Leon Tolstoi. También está la Maga, de la multimencionada Rayuela. O Paulina, sobre la que Adolfo Bioy Casares escribió: “Siempre quise a Paulina… Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina”.
Sí es buenísimo enamorarse de alguien que tenga tus mismos gustos pero este pasaje me puso a pensar que todavía es mejor estar con alguien con quien compartes los no-gustos: “A ella no le gusta bailar. ¡Qué bueno, porque a mí tampoco!”; “a ella le gusta dormir todo el día y estar en vela por la noche. ¡Uy, eso es buenísimo, dormir de día es la onda”. ¿Captan?
EL ÚLTIMO TRAGO
Muchas veces el último trago sabe amargo (sobre todo si lo que están tomando es una Caguama), hoy así pasa conmigo. Lo que quise lograr al hacer este proyecto a la par de ustedes fue contagiarles el gusto que tengo por la literatura, creo que no lo logré. Ni siquiera estoy seguro de que alguien haya llegado hasta esta parte del ensayo.
También está el lado bueno. Si hubiera tenido otros alumnos, más apáticos, creo que no hubiera tenido ganas de ponerme a bloguear como lo hice con ustedes (ustedes saben quiénes son ustedes) y no hubiera removido algunas de mis memorias (algo que, por cierto, es mi deporte favorito).
Ahora sí: esto se acaba aquí. En el último trago nos vamos y nos vemos.