lunes, 30 de marzo de 2009

CUENTO PARA CONTROL DE LECTURA

Cita Telefónica
René Aviles Fabila
Nunca supo cómo aquella dulce y melodiosa voz (que insinuaba mil posibilidades románticas y eróticas) obtuvo su número telefónico. El entusiasmo lo obnubiló. Era una llamada misteriosa y desconcertante. La voz dijo pertenecer a Hortensia y expresó sus deseos de conocerlo: me han hablado tanto de ti, ojalá pudiéramos hacer una cita, me muero de ganas de conversar contigo personalmente.
Pero Ricardo era un conquistador experimentado y no iba a ceder con facilidad, así que puso reparos, mucho trabajo, compromisos importantes. Hortensia sólo pudo conseguir que él aceptara una nueva llamada, dos días después, a una hora exacta: a las seis de la tarde, Ricardo aguardaba con impaciencia: se había arreglado y perfumado como si Hortensia pudiera verlo y olerlo a través del alambra telefónico.
Pasaron pocos minutos cuando sonó el aparato: Ricardo no contestó de inmediato, era necesario darse importancia y no mostrar el menor interés por aquella admiradora secreta. Al cuarto o quinto repiqueteo levantó la bocina con aires de conquistador irresistible. ¿Hola? Luego largos segundos de desconcierto y al fin: Ah, mi estimada desconocida.
Ricardo inició una nueva conversación totalmente preparada, artificial. Habló de sus aficiones, de sus gustos, de su formación (que dicho sea de paso era muy deficiente), narró aventuras: a las reales las aderezó, las inexistentes las archivó en la memoria para volver a utilizarlas. Le explicó a Hortensia (y aquí puso énfasis engolando la voz) que en materia de mujeres él era muy pero muy selectivo: nada de feas, las buscaba (y las hallaba a la vuelta de la esquina) hermosas, cultas, inteligentes y sensibles. Pueden ser pobres, el dinero no me importa, mi familia lo posee en abundancia.
La melodiosa voz se hizo de lado para dar paso al torrente verbal de autoelogios que presentaban a Ricardo como triunfador, hombre de muchas lecturas, experimentado y dueño de características poco comunes entre los humanos. Hortensia de vez en vez asentía o negaba, según el caso, siempre en tono sexy, insinuante. Al concluir aclamó su maravillosa trayectoria resumiéndola en una sola palabra: admirable. Pero él consideró indispensable repetirle sus gustos en materia femenina... en primer lugar amo la belleza..., para que no hubiera dudas. De tal suerte Ricardo consideró que si Hortensia aceptaba sus aficiones y a pesar de ellas anhelaba la cita tenía que ser sumamente guapa.
Quedaron de verse al día siguiente. Ella trabajaba en una empresa comercial famosa, en donde —razonó Ricardo— escogen a su personal femenino con mucho rigor a partir de la presencia física. Otro motivo para estar confiado.
Ricardo se atildó más de lo usual, llevó su automóvil a lavar, apenas comió para no cargar con gramos extras; suponía estar ante el romance de su vida, ya que únicamente había conseguido la atención de las tontas y feas. Ahora tenía la posibilidad de conquistar una mujer hermosa e inteligente, que lo comprendería y se sometería gustosa a sus caprichos.
Para evitar problemas, Ricardo le dijo qué marca de auto poseía, cuál era su color y el número de placas. Me estacionaré frente a la puerta principal con la portezuela derecha abierta, para más señas. Y así fue: la empresa comercial comenzó a vomitar empleadas por docenas, todas arregladas en exceso, caminando de prisa y sin expresión en el rostro. Transcurrieron varios minutos, Ricardo se desesperaba, se ponía nervioso y Hortensia no aparecía; trataba de ver en cada muchacha surgida del edificio las características que le atribuía a su admiradora. En algún momento comenzaron a escasear las mujeres, salían con menos frecuencia hasta que desaparecieron por completo. Ricardo, inquietísimo, pensó. Todo fue una broma, ya he leído libros donde suceden esas humoradas telefónicas. Me tomaron el pelo. De cualquier manera, se dijo echando las últimas esperanzas sobre el nerviosismo, esperaría un poco más, seguro está retrasada, no me puede plantar, a mí, y recordaba las aventuras apócrifas con que sazonó su vida. Estaba a punto de retirarse, derrotado, cuando escuchó pasos que se acercaban. Fingió desinterés, tranquilidad, y se dedicó a buscar una estación radiofónica más de su gusto. Alguien dijo ¡hola! con voz dulce, la de Hortensia, era inconfundible. Ese alguien entró al automóvil que de inmediato resistió un peso enorme: se ladeó hasta tocar el suelo en medio de los crujidos de los amortiguadores. Ricardo volvió la cara dejando la música en paz: junto a él estaba un hipopótamo de tres toneladas, de piel rosa, moviendo sus ridículas orejillas con mucha coquetería y abriendo la bocaza armada de colmillos para sonreírle grotescamente y hablarle casi al oído: ¿Tardé mucho, amor? Discúlpame.

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